Antoni Sureda | M. À. Cañellas

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Rebosa humanidad. Será por esto que los vecinos con los que se cruza por la calle se le acercan, aunque solo sea para comentarle que el sol sale por el este y se acuesta por el oeste. Antoni Sureda (Manacor, 1959) es el inspector jefe de la Policía Local del mismo Manacor. Pero también escribe. Acaba de publicar L'altra pell, vivències d'un policia (Lleonard Muntaner Editor), un libro de narraciones basado en hechos reales.

Le comento que probablemente sabe más secretos de las gentes de Manacor que el cura que las recibe en confesión. Me responde:
Antoni Sureda.- Es posible. ¡Si incluso hay ciudadanos que se vienen a casa a contarme sus problemas personales...! En la presentación de L'altra pell, el director del Institut d'Estudis Baleàrics, Cristòfol Vidal, afirmó que no deja de ser chocante que un policía consiga ser querido por todo el mundo.
Llorenç Capellà.- Y usted satisfecho.
A.S.- A más no poder. Cumplo con mis responsabilidades y no tengo enemigos.
L.C.- ¿Ni siquiera entre los estudiantes...?
A.S.- ¿Lo dice por lo de Valencia...? El jefe de policía estuvo muy desafortunado. Precisamente nosotros, los policías, estamos obligados a actuar con mucha prudencia en las manifestaciones juveniles, porque los jóvenes han heredado una situación económica y laboral caótica. Además, si reclaman justicia ¿cómo van a ser nuestros enemigos...?
L.C.- Desde la óptica del orden público ¿la problemática de Manacor es idéntica a la de una ciudad grande?
A.S.- Sí, aunque en menor escala. Por cada veinte delitos en Palma, se produce uno aquí. Pero Manacor crece en número de habitantes y ya quedan muy pocas referencias del pueblo que fue. En mis años de policía he conocido tres versiones de la ciudad. El de mis comienzos era un Manacor rural en el que todos nos conocíamos. Lo sucedió el de la inmigración, con una gama de delitos propia de las grandes urbes. Y ahora el de la crisis. Hay mucha gente sin trabajo...Y los policías, sin que vaya en detrimento del orden, tenemos el deber de acompasar nuestra actuación a las circunstancias sociales.
L.C.- ¿Qué quiere decir...?
A.S.- Le pongo un ejemplo concluyente: no es lo mismo multar un coche mal aparcado, hoy, con la que está cayendo, como cuando estábamos en tiempos de bonanza económica. Ahora le clavas a alguien doscientos euros de multa y le haces un traje. ¿O no...?
L.C.- Usted dirá.
A.S.- Así que los policías, antes de multar, hemos de sopesar muchas cosas. Se dice que somos represores.
L.C.- Y lo son. No me negará la evidencia...
A.S.- ¡Si lo sabré yo que corrí ante los grises...! Pero no lo son todos. A mí el proceder policial de Valencia me avergüenza. Y estoy convencido de que muchos compañeros que llevan uniforme comparten mi sentimiento. Sólo podemos justificar el uso de la fuerza en casos extremos...
L.C.- ¿Por ejemplo...?
A.S.- Ante escenas de violencia doméstica. Si nos llaman desde una comunidad de vecinos porque uno de ellos está pegando a su pareja, pues vamos allá y no nos queda más remedio que reducirle como sea, porque la mayoría de las veces el agresor se halla ofuscado y no atiende a razones. Sobre todo los andaluces. ¡Qué pesados se ponen, a veces, con lo de tener a la mujer en propiedad...!
L.C.- En una de sus narraciones, la titulada Violència domèstica, cuenta el caso de una mujer agredida que se puso del lado del agresor.
A.S.- Sí. Y le aseguro que me sentí humillado. Forcejeamos para evitar que continuara golpeándola. ¿Y qué...? Al cabo de unos días iban abrazados, como si nada hubiera pasado. Me los topé por la calle: él me dedicó un gesto obsceno y ella se carcajeó. Disimulé.
L.C.- Obró con cordura.
A.S.- Y lo hice en contra de mis sentimientos, porque con el pretexto de que se la quiere a más no poder, la mujer es víctima de infinidad de atropellos. Por ello, en otra narración, M'ha fuit el canari, he querido recordar a la primera mujer maltratada que tuvo el coraje, en Manacor, de denunciar al que por aquel entonces era su marido. Ya le digo, no son todas igual. Con el cuento de que me pega de tanto que me quiere, muchas se callan. ¡Y se me enciende la sangre...! ¿Cómo las va a querer quien las maltrata...?
L.C.- La primera narración, L'assetjament d'un presentador, es muy impactante.
A.S.- ¡Pobre mujer...! ¿Le hago un resumen?
L.C.- Sí, claro.

Una noche se presentó en las dependencias municipales una señora de unos setenta años, totalmente alterada. Nos dijo que quería denunciar al presentador del telediario, porque cuando daba las noticias no dejaba de mirarla fijamente

A.S.- Una noche, a eso de las diez y media, se presentó en las dependencias municipales una señora de unos setenta años, totalmente alterada pese a sus modales exquisitos. Nos dijo que quería denunciar al presentador del telediario de una determinada cadena, porque cuando daba las noticias no dejaba de mirarla fijamente. Y le entró miedo.
L.C.- Continúe.

A.S.- Conseguimos calmarla con palabras amables mientras nos poníamos en contacto con sus hijos. Y ellos nos confirmaron que padecía ataques de pánico, de origen infantil, pero que se habían agravado tras la muerte de su esposo y su voluntad de vivir sola. Según nos contaron, era hija de padre republicano y, al estallar la guerra, la familia se refugió en el campo. Finalmente el padre fue detenido y pasó varios años en la cárcel, contrajo la tuberculosis entre rejas, y murió a los pocos años de recuperar la libertad. Además, les confiscaron todas las propiedades, incluso los muebles. ¡En fin...! La niña no pudo olvidar la tragedia, de ahí sus miedos. ¡El locutor del telediario la miraba...! A los tres meses, poco más o menos, de haber acudido a nosotros para interponer la denuncia, su hija fue a visitarla y la encontró muerta. ¿Adivina dónde...?
L.C.-...
A.S.- Ante el televisor.
L.C.- ¿Qué debió pasar por su cabeza...?
A.S.- Imagíneselo. Historias de miedo relacionadas con la niñez. Lo he comprobado: al envejecer recuperamos sensaciones que habíamos tenido aparcadas durante décadas.
L.C.- ¿Qué pretende conseguir con L'altra pell?
A.S.- Humanizar la imagen que el ciudadano tiene de la policía. Hay policías buenos...
L.C.- ¿Y malos...?
A.S.- También. Los hay que con el uniforme o la acreditación en el bolsillo, se transforman. Y se consideran por encima del ciudadano normal. Probablemente sufren un empacho de películas de buenos y malos y se creen unos super-hombres. Y los super-hombres no existen...
L.C.- Estando de servicio ¿ha sentido miedo?
A.S.- Es inevitable. Recuerdo a un hombrón que estaba amenazando a su pobre madre con un cuchillo. Al ordenarle que soltara el arma se abalanzó sobre mí y rodamos escalera abajo. Se me sentó encima, a horcajadas. Tuve la suerte de que mis compañeros pudieron inmovilizarlo.
L.C.- Cuénteme una historia divertida.
A.S.- ¡Hay tantas...! La de aquel detenido preventivo, por ejemplo, que al rato de servirle la cena mostró su extrañeza por la tardanza del café. ¡Y no se trataba de un caradura...! Tenía costumbre de tomarlo después de las comidas, y consideró que la cárcel no era motivo suficiente como para romperla.
L.C.- Recuerdo otra de sus narraciones: la titulada Unes sabates sospitoses.
A.S.- ¿La de la cubana...?
L.C.- No sé. En el libro no especifica la nacionalidad de la mujer.
A.S.- Sí, era cubana. Ya ha muerto. Cosa de la diabetes, aunque era joven...
L.C.- Cuéntenos la anécdota.
A.S.- Nos llamó diciendo que se le había caído el gatito en la cisterna...
L.C.- Sí...
A.S.- Pero luego añadió que también había un hombre que se cayó intentando salvar al gatito... En conclusión: nos fuimos para su casa.
L.C.- ¿Y...?
A.S.- Al asomarnos a la cisterna distinguimos, en el fondo, a un hombrecito, ya mayor, medio desnudo, que se había dado un señor porrazo, porque apenas había agua.
L.C.- ¿Lo subieron?
A.S.- Lo subimos. Se mostraba nervioso, sobre todo al ver que el marido o compañero de la cubana, también ya mayor, no acababa de tragarse la historia.
L.C.- ¿Y ustedes...?
A.S.- Estábamos confundidos. La cubana se lamentaba por el gatito; el de la cisterna dijo que pasaba por la calle y a los gritos de la cubana acudió en ayuda del gatito; y el marido quería saber de qué gatito le hablaban si nunca jamás había tenido gato en casa. La cosa se complicó cuando éste, el marido, descubrió que bajo la cama había un par de zapatos de hombre que no eran suyos.
L.C.- ¿Y el de la cisterna iba descalzo?
A.S.- Claro. Ya puede imaginarse la historia: la cubana y el amante estaban encamados, llegó el marido de improviso, y el amante, despavorido, se metió en el primer escondrijo que vio.
L.C.- ¿La cisterna...?
A.S.- La cisterna. Nos llevamos a los dos varones al cuartelillo. Uno para que se recuperara del susto y, el otro, para que se calmara. ¡Eran dos pájaros, tal para cual!
L.C.- ¿Intuye cómo son las personas?
A.S.- Con una sola mirada. Cuestión de experiencia. Las miro a la cara. ¡Y ya pueden mentirme, ya...! La cara las delata.

 

Antoni Sureda afirma que ha escrito L'altra pell, porque considera que la crónica negra merece narrarse con unas gotas de humor y una buena dosis de humanismo. El poeta Bernat Nadal le ha comparado con Guido Brunetti, el comisario veneciano novelado por Donna Leon. Y ciertamente tienen en común muchas cosas: su amor por la lectura y por la ciudad en que trabajan, su voluntad de servir más que de castigar, su lógica ante los casos más enrevesados... Pero a diferencia de Guido Brunetti (ahí pesan las ventajas de vivir y trabajar en Manacor y no en Venecia), Antoni Sureda puede seguir la trayectoria de aquellas personas que en algún momento se han cruzado en su camino. Al contar la historia de la primera mujer de Manacor que se atrevió a denunciar a su marido por maltratador, añade, como coletilla, algo muy parecido a eso: «Luego rehízo su vida. Si nos cruzábamos en la calle le preguntaba cómo le iban las cosas y le iban bien. Pero ya murió». O si recuerda al pillete que conoció callejeando y que por circunstancias de la vida acabó siendo adoptado por una familia que le dio estudios, acaba con una frase henchida de satisfacción: «Ahora ejerce la medicina en un hospital de Palma. Y de no mediar esta familia su destino estaba marcado: iba para delincuente». O si se refiere a los escolares, concluye: «Visito los colegios y hablo con ellos. Les enseño pequeñas dosis de drogas diversas, jeringas... Quiero que si algún desalmado se las ofrece sepan en dónde está el mal».