Francesca Mas | Pere Bota

TW
0

Ni la edad ha conseguido doblegarla. Camina erguida, mira a los ojos de quien le habla. Su entereza moral es ejemplar. Francesca Mas (Montuïri, 1926) es una de las cuatro hijas de Joan Mas i Verd, uno de los alcaldes asesinados en los primeros meses de la Guerra Civil, hoy convertido en un símbolo indiscutible de los valores republicanos.

Le pregunto si ha seguido el juicio contra Baltasar Garzón por investigar los crímenes del franquismo. Me responde:
Francesca Mas.- Claro que sí. Y si la defensa hubiera requerido mi testimonio lo habría dado. Los falangistas secuestraron a mi padre y no hemos vuelto a saber nada de él. ¡Y ya han pasado setenta y cinco años...! Siempre callando, callando, callando...
Llorenç Capellà.- Usted no.
F.M.- Es cierto. Jamás dejé de reivindicar su memoria. Pero he pasado miedo. ¡Tanto miedo...! Muchas familias tuvieron que tragarse las lágrimas. Una vergüenza...
L.C.- ¿Dónde están los restos de su padre?
F.M.- Que me lo digan los del Tribunal Supremo. O los políticos que echan tierra sobre el pasado.
L.C.- Usted sabe que se hallan en el cementerio de Palma.
F.M.- En una zanja. Lo supimos al ver otros agujeros repletos de hombres asesinados. Nos dijimos, su cuerpo estará por aquí, por aquí... Por aquellos años, los de la guerra y la posguerra, al llegar la festividad de Todos los Santos mi madre esparcía flores encima de los hoyos. En cada uno de los hoyos. En alguno estará, se decía. En realidad, las flores no eran sólo para él, sino para todos.
L.C.- ¿Y ustedes, sus hijas...?
F.M.- La acompañábamos. Me reconozco ensimismada, mirando un hoyo cualquiera. Pero jamás recé. Y ya no sé rezar. A veces me digo que he envejecido y que la vida se acorta... Y ni aún así, rezo. Rezaban quienes mataron a mi padre.
L.C.- ¿Qué me está diciendo?
F.M.- Que la responsabilidad de su muerte recae sobre la Iglesia. El rector del pueblo, don Gori Barceló, y el vicario Torrens, confeccionaban las listas de los que habían de desaparecer. Y el vicario salía de noche, con los "marians", pistola al cinto.
L.C.- ¿Los "marians..."?
F.M.- Los de la Congregación Mariana, los beatos... Hubo asesinos que salieron de allí. Los otros eran reclutados entre la gente de instintos más primitivos. En Falange les servían comilonas. Y comían y bebían hasta saciarse. Luego, les daban las listas...
L.C.- ¿Cuándo se produjo la detención de su padre?
F.M.- El tres de setiembre del treinta y seis, a primeras horas de la tarde. Se hallaba solo en casa. A partir del golpe de Estado buscó refugio en el campo, pero se cansó de ir de un lado para otro. Así que decidió volver con nosotras.
L.C.- ¿Qué pasó?
F.M.- Estaba solo, con las ventanas cerradas. Y aprovechando que nadie podía verle, salió del escondrijo para dar unos pasos. De pronto percibió una algarabía en la calle, y se dio cuenta de que alguien manipulaba la cerradura. Comprendió que iban a por él. Así que los esperó sentado en una mecedora.
L.C.- ¿No intentó huir?
F.M.- Ya estaba cansado de hacerlo. No opuso resistencia. Le condujeron al Ayuntamiento. A medio camino solicitó permiso para despedirse de su padre, que vivía allí cerca, y se lo concedieron.
L.C.- No deja de ser extraño.
F.M.- ¿Extraño...? No. Toda la familia era de derechas, gente rica. El abuelo le dijo que se llevara todo el dinero que guardaba en un armario y que les comprara el derecho a la vida. Pero él solo cogió diecisiete duros. ¿Cree usted que estaban en alguno de los bolsillos cuando dimos con sus ropas...?
L.C.- Seguro que no.
F.M.- Se los robaron. Eran tan miserables que no tenían suficiente con matarle.
L.C.- Me contaba que lo llevaron al Ayuntamiento...
F.M.- Para interrogarle. Querían que confesara donde guardaba las armas. Y ni sabía de qué le hablaban. ¿Para qué iba a almacenar armas si los golpistas eran ellos...? ¡Armas...! ¿Qué armas? ¡Ellos las tenían! Aquel diecinueve de julio, el del treinta y seis, cayó en domingo, y los niños jugábamos en los aledaños de la iglesia. ¡Si lo recuerdo...! Era media tarde. Y llegaron varios coches de falangistas gritando vivas y mueras. Todos nosotros echamos a correr, asustados. Nos alejábamos unos metros, nos apostábamos en una esquina...
L.C.- Sí...
F.M.- Y pudimos ver como los falangistas del pueblo salían de la iglesia empuñando las armas. Los vi. Los vimos todos.
L.C.- A su padre lo asesinaron unas horas después de detenerlo.

Se lo llevaron de Montuïri a eso de las diez. Mi madre trajinaba en la cocina. Percibió el ruido de un motor y pensó en lo peor

F.M.- Sí. En las cercanías de Son Pardo, en Palma. Se lo llevaron de Montuïri a eso de las diez. Mi madre trajinaba en la cocina. Percibió el ruido de un motor y pensó en lo peor. Corrió hacia una ventana. Pero al asomarse, el coche ya la había rebasado. Y eso que iba a velocidad de tortuga, porque aquellos criminales gozaban angustiándonos. Mi padre gritó varias veces un "bona nit, Margalida!", y mi madre lo oyó. Iba a oírlo toda la vida. Pero en aquel momento no pudo acercársele ni abrazarle, aunque el coche se alejara lentamente, muy lentamente.
L.C.-...
F.M.- Ella estaba desesperada. Se cruzó por foravila con una pareja de falangistas y se abalanzó sobre ellos. A uno lo agarró por las solapas. "M'has de dir on t'endugueres en Joan!", le repetía. Pero, claro, entre los dos se la quitaron de encima.
L.C.- ¿Cómo supieron que lo habían asesinado?
F.M.- La abuela materna y la esposa de Joan Rigo, otro desaparecido, se fueron a investigar por el cementerio. Y hallaron la ropa de los dos, manchada de sangre, junto a una pared. Rigo usaba calzoncillos de pierna larga y el trozo más grande que encontraron no medía más de un palmo.
L.C.- Se rumoreó que lo habían cosido a navajazos.
F.M.- Ya ve que sí. Poco antes del 18 de julio sorprendió a un falangista, Antoni Manera, empuñando una pistola. Y no dudó en denunciarlo a la Guardia Civil. Esto le costó la vida. ¿Le sigo contando...?
L.C.- Sí.
F.M.- Creímos que mi madre se nos moría de tristeza. Las tres hermanas mayores la acompañábamos al cementerio. Y contemplábamos el bulto de los cadáveres bajo un palmo de tierra. Estaban todos en la misma posición, uno al lado del otro, las piernas juntas y los brazos pegados al cuerpo.
L.C.- ¿Qué más recuerda...?
F.M.- Al enterrador que nos rogaba que nos alejáramos, porque de un momento a otro iban a llegar falangistas con más cadáveres y quién sabe cómo iban a reaccionar al vernos.
L.C.- ¿Y ustedes...?
F.M.- Le obedecíamos. Llorando. Maldiciendo. Con el miedo metido en el cuerpo, porque nos sabíamos solas. Quien no lo vivió, no puede imaginarse aquel terror, como un frío intenso, que se apoderó de todo el mundo. Todo era brutal, violento. La sede de Esquerra Republicana estaba en un primer piso. Y desde las ventanas echaron los muebles y los libros a la calle y les prendieron fuego. Quemaban, destruían. Y el rector y el vicario, predicando odio desde el púlpito. Fue una pesadilla...
L.C.- Pero la vida continuaba.
F.M.- ¡Si lo sabré yo...! Soy la mayor de las hermanas y tuve que abandonar el colegio para ayudar en el campo. También nos echaba una mano el tío Ventura... Al tío Ventura lo vi derrumbarse, anímicamente hundido.
L.C.- ¿Me lo explica...?
F.M.- Lo encerraron por rojo en el calabozo del Ayuntamiento. En total había unos treinta hombres, en un cuarto pequeñísimo, sin ventilación, sin higiene. Pensaban matarlos, supongo... Pero el Conde Rossi llegó al pueblo, en visita oficial, y ordenó que los pusieran en libertad porque era el señor de la vida y de la muerte. Yo estaba en la plaza y vi al tío Ventura caminar hacia su casa, sin saludar a nadie. Lo seguí. Lo encontré sentado en una silla, llorando.
L.C.- Y usted ¿qué hacía en la plaza?
F.M.- ¿Qué hacía...? Más bien pregunte que hacíamos las cuatro hermanas, vestiditas de luto y agitando una banderita española en honor de Rossi. Vivíamos en el terror. Si recuerdo a un vecino... Un vecino ¿se imagina usted...? que me puso la pistola en la sien...
L.C.- Usted no olvida ¿verdad?
F.M.- Ni olvido ni perdono. Quise demasiado a mi padre. ¡Como si lo viera...! Cuando íbamos a pasear llevaba dos niñas a cada lado. Y presumía ante sus amigos. Les decía: "Tan aviat com creixin, aniré al ball amb dues penjades de cada braç". ¿Sabe...?
L.C.- Dígame.
F.M.- Le dispararon tres veces: una bala le atravesó un brazo y, las otras dos, se le incrustaron en la cabeza. Tengo un CD con documentación de los juzgados militares que lo explica. Me lo llevaré conmigo a la tumba.
L.C.- ¿Al CD...?
F.M.- ¿Acaso no es el testimonio de mi memoria...? Lo siento como algo mío. Más que los símbolos religiosos. No quiero nada con los curas. Ellos me hicieron conocer el infierno. Y con sólo diez años...

Las comparanzas entre Joan Mas i Verd (Montuïri, 1899- Palma, 1936) y Emili Darder son inevitables. Compartieron un mismo programa, centrado en la educación, la higiene y el trabajo. Y ambos murieron asesinados por simbolizar la honestidad republicana. Será por esto que la proyección cívica de Joan Mas se agranda con el paso del tiempo. Al igual que personas como Francesca Mas, ven como se acrecienta el respeto que se han ganado por su actitud de resistencia al olvido de los crímenes franquistas. Francesca Mas es un monumento a la dignidad. Y al sufrimiento contenido. Y un ejemplo de cómo la pervivencia de la memoria puede desmentir el discurso interesado y partidista de la historia oficial. Gracias a la ayuda de la Associació per a la Recuperació de la Memòria Històrica de Mallorca pudo saber cómo murió su padre. En los juzgados, silencio. El juicio contra Baltasar Garzón -héroe para unos; con la mancha negra del Barcelona '92 en su biografía, para otros- ha sido la caja de resonancia que ha servido para poner en evidencia el grotesco espectáculo de una democracia que nació tutelada por el franquismo sociológico. La prensa europea de mayor prestigio se ha hecho eco de los testimonios -personas como Francesca Mas- que han comparecido ante los jueces para contar su tragedia personal que es, a la vez, la tragedia de todo un pueblo. Llamemos a las cosas por su nombre: Francesca Mas desconoce dónde se hallan los restos de su padre y quiénes fueron sus asesinos. Y lamentablemente, el suyo, es un caso más entre miles.