Antonina Canyelles | Jaume Morey

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Gesticula, anda con paso rápido. Es cordial. De sonrisa abierta, no exenta de un cierto escepticismo. Antonina Canyelles (Palma, 1942) iba para violinista y se quedó en poeta. Autora de cinco poemarios, su obra es tan directa como sugerente y enigmática. Acaba de publicar "Putes i consentits" (Lapislàtzuli Editorial).

Nos citamos a las cuatro de la tarde. Le pregunto de qué ha almorzado. Me responde:
Antonina Canyelles.- De paella, porque he comido fuera. Aunque normalmente, al mediodía, me quedo en casa. Para arreglármelas en la cocina, me basto sola.
Llorenç Capellà.- ¿Nota sillas vacías alrededor de la mesa familiar?
A.C.- Ya no. Hubo un tiempo que sí, pues perdí a mis padres con solo quince meses de diferencia. Pero el dolor ya quedó atrás, yo tenía veinticinco años. Además, no me sentí sola. Formaba parte del Movimiento Scout y podía presumir de grandes amigos. El escultismo ha sido de lo mejor de mi vida. Los escoltas nos educábamos en los valores básicos, nos uníamos contra Franco...
L.C.- ¿Franco fue la negación de la ética?
A.C.- ¿Qué otra cosa puede ser un dictador...? Cuando el Proceso de Burgos, en diciembre del setenta, la policía me acusó de mil cosas, me interrogó y registró mi casa. Así que ya puede imaginar qué opino de Franco y del franquismo. Cuando estuve dando clases de catalán en el colegio Pius XII, alguien escribió en la fachada, con letras grandes: «Tonina, borde, fanática, catalana, hija de perra». Y la pintada se repitió en una pared cercana al Banco de España y en otra de la Biblioteca Pública, al lado del convento de Sant Francesc.
L.C.- ¿La poesía se alimenta de la memoria?
A.C.- En mi caso, no. Procuro no hurgar en mi vida o en mis sentimientos particulares, tal vez porque escribo desde la conmoción y no desde la emoción.
L.C.- Le recuerdo unos versos suyos que la contradicen: La meva infancia i jo/ som dues vides/ que a vegades ens trobam en una foto.
A.C.- De acuerdo. Para el escritor todo es memoria, aunque las emociones pueden tratarse desde un prisma más íntimo o más distante. Yo me veo en las conmociones colectivas. Crecí sobre esta tierra, que es Mallorca, como crece el árbol. Quiero decir que procedo de un pasado tan siniestro que hasta que entré en el escultismo no me pregunté sobre mi identidad y mi lengua. Luego, con los Scouts, tomé conciencia de pertenecer a un país ignorado y a una cultura perseguida.
L.C.- ¿Se confundía el catalanismo con el izquierdismo?
A.C.- Sí, porque el catalanismo se oponía resueltamente a la Dictadura. Por otra parte, el escultismo, no sólo profundizaba en el amor hacia la lengua catalana, sino que defendía el paisaje como un bien común, la dignidad de la persona por encima de todas las cosas... Y en aquellos años el humanismo, para mí, era de izquierdas. Yo me identificaba con la izquierda, tal vez porque mi madre era sollerica, había vivido en Francia, y veía las cosas de un modo mucho más abierto que la mayoría de la gente.
L.C.- Suerte la suya.
A.C.- No puede ni imaginárselo. Aunque, cuidado, no fuera a pensar que pasaba de todo. La pérdida de valores de la juventud actual es preocupante. ¿Qué se ha hecho de la amistad, de la generosidad...? No serán todos los jóvenes, pero una gran mayoría tienen un comportamiento egoísta.
L.C.- Algo de culpa recaerá en los mayores.
A.C.- Por supuesto. En la Transición no supimos sopesar todos los matices que encierra la palabra libertad. En cualquier caso, el mundo no se acaba. Los errores se corrigen y se aprende de ellos.
L.C.- ¿Se siente pedagoga?
A.C.- No puedo disimularlo. En casa tenían una tienda de comestibles y yo daba clases gratuitamente a las criadas de nuestras clientas.
L.C.- ¿Por qué no estudió magisterio?
A.C.- Porque no supe ni sabría estudiar por obligación. Siempre he ido a mi aire. Afortunadamente mis padres eran grandes lectores y me inculcaron el amor por los libros. Ya de niña, si la abuela me anunciaba que iba a regalarme una pulserita de oro, yo le decía que prefería un cuento.
L.C.- ¿Y la abuela la escuchaba...?
A.C.- A veces, porque si leía no cometía ningún estropicio. Fui tan traviesa que mis padres optaron por colgarme un cascabel del cuello, como si fuera un gatito. Así me tenían localizada.
L.C.- ¿Y si el cascabel no sonaba...?
A.C.- ¡Alarma general! Abandonaban lo que estaban haciendo y corrían en mi busca. Una vez mi madre me halló a oscuras, sentada en la despensa. Tendría unos cinco años. Cuándo me preguntó qué estaba haciendo, le respondí que se callara porque «escric de pensament».
L.C.- ¿Y ella...?

A.C.- Se rió. Siempre encauzó mi fantasía. Organicé musicales en el corral de casa. Mi madre nos montaba un escenario con sábanas, y mis amigas y yo cantábamos las canciones que yo escribía. Tuve una infancia feliz.
L.C.-...
A.C.- Mi madre era muy guapa. Hablaba francés y tenía una espléndida voz de soprano. Y mi padre era un hombre alto, de ojos azules. En el barrio se le conocía como El Inglés, porque había residido en la Habana y el inglés era su idioma de culto. ¡Lo que hubiera dado para que yo lo estudiara! Pero no. Yo me apunté a clases de francés.
L.C.- ¿Por espíritu de contradicción?
A.C.- Seguramente. Aunque en realidad quería ser violinista. Estudiaba música con don Xim Bernat, un viejo maestro republicano a quien la Dictadura prohibió dedicarse a la enseñanza. Era una eminencia, pero lo apartaron del magisterio y se dedicaba a colocar las partituras en el atril de los músicos de la orquesta sinfónica. La Dictadura no sólo destrozó vidas, sino inteligencias, sensibilidades... Don Xim, antes de la guerra, había dado clases de laúd a Aurora Picornell, la líder comunista. Aurora tocaba con una orquestina obrera del Molinar...
L.C.- Pero don Xim no le daba clases de violín a usted...
A.C.- No. Con él aprendí a tocar la guitarra. Las clases de violín las recibí de don Ignasi Piña y de don Joaquim Porta. Y las de harmonía, de Mosén Joan Maria Thomàs... También aprendí a pintar con don Pere Cáffaro. Lo dejé todo.
L.C.- ¿Por qué?
A.C.- No lo sé. Pero el violín fue mi gran pasión.
L.C.- ¿Cuándo descubrió la maldad en los demás?
A.C.- Tampoco lo sé, aunque no debió de ser fácil. Socialmente todo estaba podrido, pero no nos dábamos cuenta. Vivíamos en una enorme burbuja. Además, ya se lo he dicho, en la infancia fui feliz. ¡Y tan traviesa...! Nuestra casa estaba en la calle Francesc Sancho, cerca de la estación del tren de Sóller. Una vez metí un pie en el hueco de los raíles y no lo pude sacar.
L.C.- Si aparece el tren...
A.C.- Es que apareció. Mi madre se cruzó en medio de la vía y, cómo si la viera, se puso a hacer señales al maquinista, con los brazos en alto, para que parara... Consiguió detenerse a un metro de nosotras.
L.C.- ¿Y su madre...?
A.C.- Permaneció protegiéndome, delante de la locomotora. Era todo un carácter. Si no frena a tiempo, hubiera muerto conmigo.
L.C.- ¿Sueña con ello algunas noches?
A.C.- Nunca. No sueño ni de despierta ni de dormida.
L.C.- Si fuera la Duquesa de Alba ¿qué haría?
A.C.- Un agujero en la tierra para meterme dentro. Y, desde luego, antes de morirme me desprendería de todos los títulos.
L.C.- ¿No le gusta la vida...?
A.C.- Muchísimo. Pero no le tengo un apego desesperado. Incluso le diré que no creo vivir muchos años más. Fumo cuánto quiero

“Incluso le diré que no creo vivir muchos años más. Fumo cuánto quiero y casi soy setentona”

y casi soy setentona.
L.C.- ¿Ha hecho testamento?
A.C.- Ya lo creo. Soy previsora. Pero sé ironizar sobre lo humano. Escribí un poema que dice: Els qui em donaren la vida/ em donaren la mort./ I tots tres tan contents. La ironía nos permite desdramatizar los problemas. La vida tiene puntos oscuros. Quitémosle oscuridad.
L.C.- ¿Cómo andamos de luz en las Illes Balears...?
A.C.- A oscuras. Y no disponemos de candela ni de cerillas. Jamás imaginé que la democracia serviría a los conservadores para anular nuestra identidad cultural. Quisiera hacer algo para evitarlo.
L.C.- Escriba.
A.C.- Lo hago a diario, porque la inspiración es fruto del trabajo. Y la escritura es una válvula de escape. Puedo escribir horas y horas. Si me canso, enciendo un cigarrillo y prosigo.
L.C.- ¿Y si se cansa nuevamente...?
A.C.- Enciendo otro. ¿Que el tabaco mata...? ¡Matan tantas cosas...! Fumo desde los catorce años. Sin embargo, jamás he probado un porro. No por prejuicios morales, sino porque, viciosa como soy, me engancharía enseguida. Y ya no me vale la pena. Para vicio tengo la lectura. Entre escribir y leer, me quedo con la lectura.
L.C.- ¿Qué se dice de su poesía?
A.C.- Que es inconveniente e impertinente. Y ¿para qué negárselo...? Ambos adjetivos, más que molestarme, me halagan.

Antonina Canyelles afirma que califican su poesía de impertinente. Lo es. Escribe: "Vénga més tinta. / Dau-me més tinta/ i més paper, / que estic fent/ un inventari de desastres." Tan impertinente como certera en sus mensajes. He ahí otro poema: "Sé cert que les ovelles/ ens endevinen el pensament. / Deu ser per això/ que ens miren amb tristesa?". Se dio a conocer con Quadern de Conseqüències (Premi Marian Aguiló, 1979), un poemario que incomprensiblemente no halló editor y tuvo que publicar ella misma con el importe del premio y el asesoramiento de Rafel Jaume, el poeta y crítico de arte que dirigía la librería Cavall Verd. Luego vendrían los demás libros: Patchwork (1981), Piercing (2005) y D'estructura circular (2007) hasta llegar a Putes i consentits y Tasta'm (2011), sacados a la luz bajo el sello de Lapislàtzuli, una editorial de nuevo cuño que pretende recuperar tesoros olvidados o autores poco conocidos que disponen de una obra suficientemente potente como para captar el interés del lector. Al decir del dramaturgo Albert Mestre -prologuista de Putes i consentits-, la obra de Antonina Canyelles forma parte de estos tesoros, tal vez porque, pese a su admiración por Blai Bonet y Vicenç Andrés Estellés, carece de influencias reconocibles. Ella misma se burla de las influencias. Y me cuenta una anécdota de Miquel Bauçà. Un admirador le preguntó qué tenía que hacer para escribir poesía. Y Bauçà le respondió: «Copia una mica d'un i una mica d'un altre i després ho arregles». Quienes le conocimos sabemos que no iba de guasa.