Sebastià Camps | Teresa Ayuga

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Aparenta hallarse de vuelta de muchas cosas. Habla con lentitud, sopesando los recuerdos. Sebastià Camps (Lloret de Vistalegre, 1937) en su niñez trabajó en el campo y, antes de hacerse panadero, fue ebanista. Desde 1976 regenta, en Palma, el Forn de la Glòria, uno de los comercios más antiguos de la ciudad. La panadería se halla en la calle a la que da nombre. Se lo comento. Me responde:
Sebastià Camps.- Y no vea lo orgulloso que me siento de ello. Empresas hay muchas. Pero las empresas con alma escasean. Aunque me he dado cuenta tarde, porque hace medio siglo no se daba ninguna importancia a la solera. Se confundía lo tradicional con lo viejo. ¡Qué error!
Llorenç Capellà.- ¿Aprendió el oficio en el Forn de la Glòria?
S.C.- Así es. Y fue por pura casualidad. Lo regentaban unos primos míos, Baltasar y Catalina, y vine a visitarlos. Porque yo, por aquel tiempo, trabajaba de ebanista.
L.C.- ¿De qué año me está hablando...?
S.C.- Del cincuenta y ocho. Entonces, como le digo, vine de visita. Y al verlos tan atareados se me ocurrió echarles una mano. Y ya me quedé.
L.C.- ¿De mozo...?
S.C.- ¿De qué si no...? Cargaba la barca de forner en la cabeza y me iba en bicicleta a repartir ensaimadas. Los jornales eran mínimos, por lo que cada panadería se podía permitir el lujo de disponer de varios repartidores. Así que en la calle competíamos entre nosotros. Unos eran veloces, otros malabaristas... Mi hermano, no solo pedaleaba a tope, sino que hacía girar la barca sobre su cabeza. ¡Imagínese...! ¿Sabe lo que mide una barca...?
L.C.- No.
S.C.- Entre ocho y diez palmos de largo por cuatro de ancho. Y vacía pesa unos doce kilos. Porque luego hay que añadirle doscientas ensaimadas. Pues imagínese todo esto, girando encima de la cabeza de un ciclista.
L.C.- ¿En qué circo acabó, su hermano?
S.C.- En ninguno. Continuó en el oficio y actualmente regenta la panadería de la calle del Estudi General. Ya le digo, era un fenómeno. Pero había otros muchos que, sin ser tan hábiles, llamaban la atención de los transeúntes. Ahora ya no se ven aprendices con la barca a cuestas...
L.C.- Los coches iban a llevárselos por delante.
S.C.- Es cierto. Aunque la principal razón es que ya no se les necesita. En aquellos años, las comuniones y las bodas se celebraban en casa o en un bar. Así que los encargos de un centenar o dos de ensaimadas eran algo normal. Porque esa es otra: todo el mundo, por rico que fuera, se apuntaba al chocolate con ensaimadas.
L.C.- ¿Fue así en su Primera Comunión?
S.C.- No lo recuerdo, de modo que probablemente me tuve que conformar con la merienda de cada día. Ya sabe, una hogaza de pan con lo que fuese... En la postguerra hubo mucha escasez. Y eso que en casa éramos unos privilegiados, porque mi padre estaba de amo en Son Perera de Dalt, una possessió del Pil·larí. Quien tenía tierra, algo comía.
L.C.- ¿Y el resto...?
S.C.- Sobrevivía con mucho sufrimiento. La vida era dura, durísima. A los cinco años mi padre me hizo su primer regalo. ¿Adivina cuál fue...?
L.C.- Mejor que me lo diga.
S.C.- Un azadón. Y entendí el mensaje. Pero no crea que me supiera mal. Al revés, me sentí orgulloso de que se me tratara como a un adulto.
L.C.- No lo era.
S.C.- Claro que sí. Trabajé en el huerto de sol a sol, cavando zanjas para el agua... Pues ya ve, este azadón, que quise con toda el alma, me lo robaron.
L.C.- ¿Quién...?
S.C.- Un gitano. Y digo que era un gitano porque lo vi con mis propios ojos. Yo tenía diez años y no sabía defenderme. Entró en casa, porque ya vivíamos en Palma, saltando una pared. Lo recuerdo: cogió el azadón y nos miramos. Él se volvió por donde había entrado y yo me lo quedé mirando. ¡Si hubiera tenido diez años más...!
L.C.- Olvídelo. Estando en la ciudad el azadón ya no le servía.
S.C.- Pero era un símbolo. Porque mi padre, al regalármelo, no esperaba que yo le sustituyera. Sin embargo, con el azadón me enseñaba cosas de la vida. Que la vida es trabajo y es sufrimiento. ¡Si yo, con cinco años, lo entendí...!
L.C.- Usted, en su infancia, no pasó hambre.
S.C.- Pero aprendí lo duro que es todo. Se venían a Son Perera de Dalt los inspectores de la Fiscalía de Tasas.
L.C.- Sí...
S.C.- Echaban una mirada al trigo y decían nos corresponde tanto. ¿Usted sabe lo que era la Fiscalía de Tasas...?
L.C.- Un organismo de enchufados de Franco. Compraban al agricultor una parte de la cosecha al precio que ellos decidían para venderla a la población. Si no toda, al menos la que no se exportaba a la Alemania de Hitler.
S.C.- Me ha dejado pasmado...
L.C.- Continúe.
S.C.- Iba a decirle que recuerdo un año que los inspectores dijeron nos corresponde esto y esto y mi pobre padre tuvo que ir a comprar trigo a un vecino, porque no tenía suficiente para entregar lo que le exigían. Y eche usted las cuentas: si el Estado se lo pagaba a una peseta, él tenía que comprarlo a dos. Le haré una confidencia.
L.C.- Vale.
S.C.- Los niños no olvidan lo que ven. A veces no entienden. Pero conservan el recuerdo. Y de mayores, lo rebobinan. Y lo entienden. ¿Me explico...?
L.C.- Naturalmente.
S.C.- Yo no fui nunca a la escuela. Y conste que en el Pil·larí estaban las monjas, que ponían inyecciones y enseñaban a los niños. Pero yo ayudaba a mi padre. Las monjas se venían a Son Perera de Dalt en un carrito tirado por un burro por ver si les hacíamos caridad. Y nunca se iban de vacío. A cambio, me obsequiaban con un conejito azucarado, moldeado con pasta de pan. ¡No puede ni imaginarse lo feliz que me hacían...!
L.C.- Puedo. Porque a mí también me los regalaban.
S.C.- La vida es la infancia. Al menos, cuando quiero exprimir sentimientos retrocedo a esta época. Una imagen que recupero continuamente: mi abuela materna, de buena mañana, pelando higos chumbos para que yo y mis hermanos desayunásemos. El higo chumbo es una fruta vulgar. Pero la encontrábamos tan extraordinaria...
L.C.- ¿Las sopes de pan...?
S.C.- Una de mis primas, que es la madona de Peixerí, una possessió de Lloret, tiene ochenta y cinco años y se hace su pan y sus sopes. No las he comido mejores. Pero las que hago yo no tienen por qué envidiarlas. Tenga en cuenta que las sopes se han convertido en una pasta exquisita. No pueden llevar levadura, porque con levadura se enmohecen.
L.C.- Usted ha sido payés. ¿Qué tal se llevaba con la Guardia Civil...?
S.C.- ¿Y qué puedo decirle...? Estábamos obligados, en las possessions, a ofrecer a la pareja de ronda un barreño con agua caliente y sal para descansarse los pies. A la Guardia Civil la mirábamos con recelo, pero la necesitábamos porque garantizaba el orden. Por esto los payeses procuraban contentarlos. Ya me entiende: una sobrasada hoy, un pan mañana...
L.C.- ¿A quién temían en Son Perera de Dalt?
S.C.- A nadie en concreto. Pero en las cuatro cuarteradas de pinar había muchos conejos y no faltaban los cazadores furtivos. ¡La de perros que les mató mi padre a escopetazos...!
L.C.- ¿Es buen tirador, usted?
S.C.- Claro que sí. Echo a andar con una hogaza de pan en el zurrón y cojo higos, albaricoques o lo que me ofrezcan los árboles del camino. Puedo pasarme horas con la escopeta a punto, caminando por el campo.
L.C.- El pan actual...
S.C.- No es tan bueno como el de mi juventud. Por una razón: antes se amasaba con harina mallorquina. Con blat de xeixa, blat de carretó o escandial... ¡Yo he llegado a comerme nueve ensaimadas para desayunar...!
L.C.- ¿Cómo andamos de colesterol?
S.C.- No me lo controlo. Pero quiero pensar que gozo de una salud excelente. ¿Qué daño pueden hacer las ensaimadas o el pan...? Entre los médicos que han cogido manía a la harina y los hoteleros que sirven en la mesa pan congelado, los panaderos nos quedamos sin negocio. A esto añádale que nos desaparecen los clientes particulares. Años atrás, había fines de semana que servíamos nueve o diez comuniones.
L.C.- ¿Nota la crisis?
S.C.- Como todos los comercios. Pero no me quejo. Incluso les digo a mis conocidos cómo se hace un buen pan. Lo imprescindible es que tengan llevat. Y para ello les basta disponer de un puñado de harina mojada con agua y mezclada con restos podridos de tomate o de patata.
L.C.- Si divulga sus secretos algún avispado va a comprarle la panadería.
S.C.- No está en venta.
L.C.- ¿Por qué...?
S.C.- Porque mis hijos la han sabido valorar y se sienten orgullosos de su antigüedad. Cuando disponga de tiempo miraré de hallar documentos o recetarios de otros tiempos. ¿Sabe de cuándo es el Forn de la Glòria...?
L.C.- ¿Del siglo XIII...?

“Igual el Rei en Jaume detuvo su caballo ante mi puerta para comprar ensaimadas. Supongo que no pasó. Pero me gusta imaginármelo”

S.C.- Exacto. Igual el Rei en Jaume detuvo su caballo ante mi puerta para comprar ensaimadas. Supongo que no pasó. Pero me gusta imaginármelo.

S.C.- Los niños no olvidan lo que ven. A veces no entienden. Pero conservan el recuerdo. Y de mayores, lo rebobinan. Y lo entienden. ¿Me explico...?
L.C.- Naturalmente.
S.C.- Yo no fui nunca a la escuela. Y conste que en el Pil·larí estaban las monjas, que ponían inyecciones y enseñaban a los niños. Pero yo ayudaba a mi padre. Las monjas se venían a Son Perera de Dalt en un carrito tirado por un burro por ver si les hacíamos caridad. Y nunca se iban de vacío. A cambio, me obsequiaban con un conejito azucarado, moldeado con pasta de pan. ¡No puede ni imaginarse lo feliz que me hacían...!
L.C.- Puedo. Porque a mí también me los regalaban.
S.C.- La vida es la infancia. Al menos, cuando quiero exprimir sentimientos retrocedo a esta época. Una imagen que recupero continuamente: mi abuela materna, de buena mañana, pelando higos chumbos para que yo y mis hermanos desayunásemos. El higo chumbo es una fruta vulgar. Pero la encontrábamos tan extraordinaria...
L.C.- ¿Las sopes de pan...?
S.C.- Una de mis primas, que es la madona de Peixerí, una possessió de Lloret, tiene ochenta y cinco años y se hace su pan y sus sopes. No las he comido mejores. Pero las que hago yo no tienen por qué envidiarlas. Tenga en cuenta que las sopes se han convertido en una pasta exquisita. No pueden llevar levadura, porque con levadura se enmohecen.
L.C.- Usted ha sido payés. ¿Qué tal se llevaba con la Guardia Civil...?
S.C.- ¿Y qué puedo decirle...? Estábamos obligados, en las possessions, a ofrecer a la pareja de ronda un barreño con agua caliente y sal para descansarse los pies. A la Guardia Civil la mirábamos con recelo, pero la necesitábamos porque garantizaba el orden. Por esto los payeses procuraban contentarlos. Ya me entiende: una sobrasada hoy, un pan mañana...
L.C.- ¿A quién temían en Son Perera de Dalt?
S.C.- A nadie en concreto. Pero en las cuatro cuarteradas de pinar había muchos conejos y no faltaban los cazadores furtivos. ¡La de perros que les mató mi padre a escopetazos...!
L.C.- ¿Es buen tirador, usted?
S.C.- Claro que sí. Echo a andar con una hogaza de pan en el zurrón y cojo higos, albaricoques o lo que me ofrezcan los árboles del camino. Puedo pasarme horas con la escopeta a punto, caminando por el campo.
L.C.- El pan actual...
S.C.- No es tan bueno como el de mi juventud. Por una razón: antes se amasaba con harina mallorquina. Con blat de xeixa, blat de carretó o escandial... ¡Yo he llegado a comerme nueve ensaimadas para desayunar...!
L.C.- ¿Cómo andamos de colesterol?
S.C.- No me lo controlo. Pero quiero pensar que gozo de una salud excelente. ¿Qué daño pueden hacer las ensaimadas o el pan...? Entre los médicos que han cogido manía a la harina y los hoteleros que sirven en la mesa pan congelado, los panaderos nos quedamos sin negocio. A esto añádale que nos desaparecen los clientes particulares. Años atrás, había fines de semana que servíamos nueve o diez comuniones.
L.C.- ¿Nota la crisis?
S.C.- Como todos los comercios. Pero no me quejo. Incluso les digo a mis conocidos cómo se hace un buen pan. Lo imprescindible es que tengan llevat. Y para ello les basta disponer de un puñado de harina mojada con agua y mezclada con restos podridos de tomate o de patata.
L.C.- Si divulga sus secretos algún avispado va a comprarle la panadería.
S.C.- No está en venta.
L.C.- ¿Por qué...?
S.C.- Porque mis hijos la han sabido valorar y se sienten orgullosos de su antigüedad. Cuando disponga de tiempo miraré de hallar documentos o recetarios de otros tiempos. ¿Sabe de cuándo es el Forn de la Glòria...?
L.C.- ¿Del siglo XIII...?
S.C.- Exacto. Igual el Rei en Jaume detuvo su caballo ante mi puerta para comprar ensaimadas. Supongo que no pasó. Pero me gusta imaginármelo.

El Forn de la Glòria es uno de los comercios más antiguos de Palma. ¿Del siglo XIII, del XIV...? En Establiments emblemàtics de Mallorca, un libro magníficamente editado por la Cambra de Comerç, se apunta que puede ser anterior a la Conquesta (1229). Y Sebastià Camps, su actual propietario, también lo afirma. ¿Lo aceptamos...? Si fuera así, la denominación del establecimiento sería cosa de más adelante, porque la lengua catalana llegó a la isla con el Rei en Jaume. En cualquier caso, seguro que en el Forn de la Glòria se cocieron casques, formatjades, congrets de sucre y otros tipos de repostería que ya son de consumo escaso o nulo. Lamentablemente, Sebastià Camps no dispone de recetarios antiguos. El Forn de la Glòria, aunque no haya cambiado de razón social ni de ubicación, ha sufrido reformas. La última, en 1903. Un solleric que hacía de vaquero en el lejano Oeste -concretamente en Kansas- abandonó Colt y caballo en el rancho y regresó a Mallorca. Sucedió a finales del siglo XIX. Y una de sus inversiones fue el Forn de la Glòria. Desgraciadamente el vaquero no tuvo en cuenta que se hallaba ante una joya histórica, así que derribó las paredes, aplanó el solar y construyó un nuevo edificio que, burla, burlando, ya es centenario. Sebastià Camps lo compró en 1976, aunque trabajaba allí desde 1958. Eran otros tiempos. Cuenta, con indisimulable orgullo, a Antoni Traveria, autor de los textos del libro ya citado, que una vez sirvió mil pasteles en una casa señorial del Puig de Sant Pere. A ochenta céntimos la unidad, una fortuna.