PALMA BRISAS ENTREVISTA DE CAPELLA A NOFRE ARBONA FOTO AMENGUAL

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Goza de buena memoria, pero los recuerdos le fatigan. O le molestan. Relativiza el pasado, lo vivido. Onofre Arbona (Algaida, 1925) se diplomó en Magisterio (Escola Normal, 1948) y se jubiló siendo director del CP Felip Bauçà, de Palma. Ha sido y es el alma de Bona Pau, una publicación de periodicidad mensual y de ámbito local (de Montuïri concretamente) que el próximo mes de junio sacará a la calle el número 700.
Le pregunto qué hacía él, en el año 1952, cuando empezó a publicarse Bona Pau en Montuïri. Me responde: Onofre Arbona.- ¿Cómo voy a recordarlo...? Pero seguro que estaba buscando un futuro más o menos digno y encauzaba mis inquietudes espirituales a través de Acción Católica. De todas formas, ya había hecho mis pequeños ensayos periodísticos en una revista, que no pasaba de cuatro folios, que se editaba en la Normal. Fue una iniciativa del director, don Pere Amorós...
Llorenç Capellà.- De la Normal masculina, supongo.
O.A.- ¡No, no...! Solo había una Normal. Eso sí, por la mañana era femenina y, por la tarde, masculina. Porque la separación de sexos se respetaba de manera escrupulosa. ¡Me queda tan lejano aquel mundo...! Al acabar la carrera no hice oposiciones porque en las Illes Balears ya se habían cubierto todas las plazas y tenía que opositar en Catalunya. Así que me puse a trabajar en las oficinas de la Base Naval...
L.C.- Pero, usted, ejerció de maestro.
O.A.- Y estuve diecisiete años dirigiendo el Felip Bauçà. Pero fue más adelante. En realidad he sido un profesor vocacional. No obstante, a finales de los cuarenta, los jóvenes buscábamos trabajo como fuera. La vida era muy dura. Y estudié con becas. Mi padre era de Montuïri, aunque estaba destinado en Algaida como Guardia Civil. Pues bien, de Algaida a Son Mallol, un trozo de tierra, ya en Montuïri, de nuestra propiedad, íbamos a pie. Y puede que distara ocho o nueve kilómetros. ¡Imagínese...! Yo tenía cuatro o cinco años...
L.C.- Cuénteme algo más de la Normal.
O.A.- Pues que el mejor profesorado era el que había sido depurado tras la Guerra Civil. Me percaté de ello mucho después, con el paso de los años. Porque los jóvenes de entonces carecíamos de opinión. Guardo un recuerdo imborrable de don Gabriel Viñas, el padre de Encarna y de Cèlia, otras dos pedagogas ilustres. A don Gabriel le habían apartado de su cátedra y pudo recuperarla en el cuarenta y cinco. Se le veía desubicado, cauteloso. Aún así, en cierta ocasión se atrevió a comentarnos el embarazo que le suponía tratar con las monjas que asistían a sus clases. No sé cómo dirigirme a ellas, nos confiaba. No sé si tratarlas de madres, hermanas o hijas...
L.C.- ¿Y ustedes...?
O.A.- Nos reíamos con lo que tomábamos como una excentricidad. Y es posible que el buen hombre no supiera verdaderamente como tratarlas, porque provenía de otra cultura, de otro mundo... La Normal que yo conocí era una escuela jerarquizada, que basaba el aprendizaje en el ejercicio de la memoria. Aún así, era inimaginable que un estudiante pudiera cometer faltas de ortografía. En cambio, ahora, es al revés. ¡Ni los licenciados saben escribir correctamente...! Pero, claro, la sensibilidad ha cambiado. En mi juventud se aplicaba a rajatabla aquello de la letra con sangre entra...
L.C.- No me dirá que lo aprueba.
O.A.- Ni lo apruebo ni lo dejo de aprobar. Estamos en otra época, con valores distintos... Pero lo cierto es que, actualmente, al profesor no se le tiene el más mínimo respeto. En mis tiempos de maestro venía a visitarme un padre cualquiera y me decía: «Don Nofre, si li ha de pegar, li pegui. I si així i tot no s'adreça, m'ho digui i, en arribar a ca nostra, li clavaré una bona tupada».
L.C.- ¿Y...?
O.A.- Lo dicho: que las cosas han cambiado. En mis últimos años en activo... Y me jubilé hace veintidós ¡imagínese ahora...! Pues bien, me venía un padre y me hacía saber que el profesor tal tenía ojeriza a su hijo y que si yo no lo arreglaba, lo esperaría en la puerta del colegio y zanjaría el asunto a puñetazos. ¿Y sabe qué me decía, yo...?
L.C.- No.
O.A.- Diré al profesor que transija, y si de mayor el hijo de este señor es un asno, pues ya se las apañará con la policía o con quien sea. Ya sé que no es lo correcto, pero llegas a cansarte de tantas vejaciones.
L.C.- En su juventud, imperaba la jerarquía cuartelera en todos los ámbitos.
O.A.- Ya lo sé. Aquello era irrespirable. Basta con mirar alguna fotografía de las procesiones para darse cuenta. ¿Quiénes van delante...? El cura, el maestro, el médico...
L.C.- El Guardia Civil...
O.A.- Ya lo creo. ¡Si los vecinos, para dirigirse a mi padre, le llamaban don Francisco...! Ya que le hablo de mi padre, fue él, mi padre, quien me acompañó a la escuela por primera vez. Le hablo de nuestra época en Algaida, antes de la guerra, y aún no había cumplido los seis años... El maestro era un cura, don Bartomeu Oliver, de Sencelles.
L.C.- Lo he conocido.
O.A.- Era un hombretón. ¡Y aquellas manazas...! Cuando te arreaba una torta se te caía el mundo encima.
L.C.- Fue un conservador de tomo y lomo. Aún así, durante la guerra, se enfrentó al Obispo Miralles y denunció desde el púlpito los asesinatos que cometían los falangistas.
O.A.- Lo ignoraba. Mi padre, cuando la guerra, estaba destinado en Puigpunyent y no creo que allí se cometieran excesivas barbaridades. Luego, en la postguerra, estuvo en Olot y en los Pirineos persiguiendo a los maquis. Pero yo, de la guerra, no sé nada.
L.C.- ¿De quién partió la idea de publicar una revista en Montuïri?
O.A.- De don Bernat Martorell, el párroco. Era un hombre joven, voluntarista... Los tres primeros números fueron una octavilla impresa. Por aquel entonces yo dirigía la revista Proa, de Acción Católica, y él me rogó que le ayudara porque no sabía cómo continuar. Me comprometí por un año. Y ya ve, un año se ha convertido en una eternidad.
L.C.- ¿Cómo era el Montuïri de entonces?
O.A.- Un pueblo básicamente agrícola en el que había siete u ocho jóvenes, a lo sumo, con estudios de bachillerato. Y, en general, con muy poca inquietud por saber y conocer, porque el escarmiento de la guerra pesaba como una losa en las conciencias. Era mejor no saber nada, no opinar de nada... Bona Pau gozó de una muy buena aceptación porque se repartía gratuitamente.
L.C.- ¿Intentaban, los curas, controlar el contenido?
O.A.- No. El único que hizo valer su influencia fue don Bartomeu Tauler, ya en los años ochenta, y fue para bien. Consideró que Bona Pau tenía que escribirse en catalán, lo que supuso una decisión polémica...
L.C.-...
O.A.- Un 20% de los suscriptores se dieron de baja. ¡Imagínese qué contradicción...! Porque su idioma de relación era exclusivamente el mallorquín. Sin embargo, fuimos recuperándolos poco a poco. Y al cabo de un tiempo, estos mismos suscriptores nos felicitaban porque les habíamos acostumbrado a leer en su propia lengua.
L.C.- ¿Y usted, cómo se adaptó?

“Tuve la fortuna de asistir, mucho antes de la decisión de Tauler, a unos cursillos de catalán que impartía don Francesc de Borja Moll. Pero si alguien, en los años sesenta, me hubiera anunciado que el catalán se recuperaría como lengua de uso normal, lo hubiera tildado de loco”

O.A.- Tuve la fortuna de asistir, mucho antes de la decisión de Tauler, a unos cursillos de catalán que impartía don Francesc de Borja Moll. Pero si alguien, en los años sesenta, me hubiera anunciado que el catalán se recuperaría como lengua de uso normal, lo hubiera tildado de loco. ¡Si en el examen de ingreso al bachillerato me hubiera atrevido a decir una sola palabra en mallorquín...!
L.C.- ¿Qué hubiera pasado?
O.A.- ¡Imagíneselo! Me suspenden para toda la vida. Aquellos exámenes seguían el ritual de un consejo de guerra. Nos examinábamos, con diez años, en el Joan Alcover. Recuerdo una sala enorme y, en uno de los extremos, cuatro o cinco señores encima de una tarima, sentados tras una mesa imponente. No sé quien me acompañó a examinarme. Me vine a Palma desde Puigpunyent y en los pasillos del instituto me topé con un montuirer, Bartomeu Arbona, que iba acompañado por doña Jerònia, una maestra del pueblo. También se examinaba. Y pasamos el mal trago consolándonos mutuamente.
L.C.- Hábleme de sus años en Acción Católica.
O.A.- Fui delegado de Àguilas, que era la rama encargada de canalizar las inquietudes deportivas de los cursillistas. Aquello, Acción Católica, fue un movimiento de captación de masas que funcionaba a las mil maravillas. Pero, ahora, mirando hacia atrás, me digo que los jóvenes, fuera del amparo de la Iglesia, no podían hacer nada. Si yo, para opositar a Magisterio, tuve que presentar dos certificados de buena conducta, uno firmado por el ecónomo de Montuïri y otro por el cabo de la Guardia Civil... Qué disparate ¿verdad...?
L.C.- Sí.
O.A.- Pero lo pensé mucho después. De joven era uno más de los que acataban las directrices del sistema, porque la sociedad era, desde el punto de vista ideológico, monolítica. Afortunadamente en el Felip Bauçà había cuarenta profesores de edades muy distintas y me obligaron a evolucionar.
L.C.- En los años setenta los jóvenes se dejaron crecer el pelo...
O.A.- Y yo no podía dar crédito a lo que estaba viendo. No me avergüenza reconocerlo: para mí estaban todos locos y el mundo iba a acabarse de un momento a otro. Además, rectificar no me ha supuesto ningún trauma. He evolucionado al compás de la vida. Y la vida evoluciona constantemente.
L.C.- ¿Tiene por costumbre ojear la colección de Bona Pau...?
O.A.- No. ¿De qué me serviría...? Aunque soy octogenario vivo el presente y procuro ser realista. O sea, que no hago muchos planes de futuro. Y hablando de futuro, le confesaré que me preocupa el futuro de la revista. Llevo sesenta años maquetándola. ¿Quién querrá sustituirme...?

El próximo mes de junio Bona Pau publicará el número setecientos y, en enero, cumplirá sesenta años. No obstante, las dos conmemoraciones formarían parte exclusivamente del anecdotario local si no se enmarcaran en lo que ha representado de positivo para Mallorca la consolidación de la premsa forana. Al menos en tres aspectos fundamentales: normalización lingüística (únicamente Maganova, en Calvià, se publica en castellano), pluralidad ideológica e información de proximidad. De hecho, la proliferación de las publicaciones foráneas y la modernización de otras (como es el caso de Bona Pau) se produce a partir de la reinstauración democrática. Suponen, por tanto, un referente admirable de la vitalidad social de la época. Aunque algunas, como Bona Pau, ya habían recorrido un largo camino gracias al tesón de unos pocos. Onofre Arbona recuerda los viajes en bicicleta para llevar el número a la imprenta, los recelos de la censura por un artículo en el que se reivindicaban los derechos de los payeses ante una Administración que los ignoraba, el debate continuo para adaptarse a las inquietudes de los lectores y la sustitución lingüística (del castellano al catalán) que supuso, a la vez, un cambio de objetivos, ya que dejó de ser una hoja de temática meramente parroquial. Ahora Bona Pau se ha convertido en un voceador de la actualidad y dispone de un archivo fotográfico de más de dos mil clichés en los que se guarda la memoria gráfica del pueblo.