Antoni Tomàs | Jaume Morey

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Es tímido, aunque ello no le impide ser cordial. Y agradece que se preste atención a sus recuerdos. Antoni Tomàs (Palma, 1929) procede de familia obrera y fue impresor. Probablemente es una de las pocas personas que quedan con vida, sino la única, que recuerda la Casa del Poble (1924-1936) en manos socialistas. Su padre, Francesc Tomàs, formó parte del Patronato Administrativo.
Le comento que el solar de la Casa del Poble ha sido puesto a la venta por el Ministerio de Trabajo. Me responde:
Antoni Tomàs.- Y me duele en el alma. Allí, en aquel solar, hay sepultados muchos sentimientos, muchas ilusiones. Los socialistas de antes de la guerra creían en la posibilidad de cambiar el mundo, apoyaban al obrero... Mi padre fue uno de tantos: dio la vida por el socialismo.
Llorenç Capellà.- Relacióneme sus recuerdos personales con la Casa del Poble.
A.T.- Vivíamos en el carrer del Socors. Y los días laborables, entre las siete y las ocho de la tarde, mi madre nos cogía de la mano, a mí y a Francesc, que era el hermano más pequeño, y los tres nos íbamos a recoger a mi padre que nos estaba esperando allí. Éramos cuatro hermanos. Los otros dos eran Francesca y Cristòfol, el mayor, que cantaba en el Orfeó Proletari.
L.C.- ¿Trabajaba fuera de casa, su madre?
A.T.- No, porque mi padre tenía un sueldo decente como encargado de los talleres de Casa Darder. Se querían mucho, mis padres. Cuando ella supo que acababan de sacar a su marido de Can Mir, se fue corriendo como una poseída a través del carrer dels Oms hasta la plazuela de la Sang.
L.C.- ¿Qué pretendía...?
A.T.- Sabía que el camión de los que iban a matar paraba un rato ahí. No sé si era para que los reos se confesasen o qué. Mi madre corrió para verle por última vez y consiguió llegar antes de que el camión marchara. Le llamó, pero él hizo como si no la oyera. Quiso evitarle el dolor de la despedida.
L.C.- ¿Y su madre esperó allí, de pie, a que el camión se alejara?
A.T.- Sí. Empezaba a oscurecer. Fue el ocho de marzo del treinta y siete. Supo que le mataron en el cementerio de Porreres.
L.C.- ¿Presenció, usted, la detención?
A.T.- Ya lo creo. Se produjo en casa de la abuela materna, en el carrer d'en Ballester. Era una casita con planta baja y primer piso, y estábamos arriba. Fue en pleno día. Recuerdo que mi padre se entretuvo buscando la gorra con visera que, al salir, siempre llevaba puesta. Y se lo llevaron unos hombres de paisano. Miré por una ventana y, al llegar junto al coche, le pusieron los grilletes.
L.C.- Al saber que iban a detenerle ¿no intentó huir?
A.T.- No tuvo ni tiempo. Llamaron a la puerta, mi madre abrió y le dijeron que iban a retenerlo unas pocas horas, el tiempo necesario para formularle algunas preguntas. Mi padre estaba haciendo de albañil en la cocina.
L.C.- Seguro que usted jugó más de una vez, aunque fuera al escondite, por las dependencias de la Casa del Poble.
A.T.- Claro que sí. Con Antoni y Bartomeu Rigo, los hijos de Rafel Rigo, el que fuera presidente de la UGT. Y con Miquel Morell, el hijo del conserje. Éste, el conserje, que se llamaba como el hijo, al estallar la guerra huyó de Mallorca. Quiso llevarse consigo a mi padre, pero él prefirió quedarse. No esperaba que le molestaran.
L.C.- ¿Qué hacía en la Casa del Poble...?
A.T.- Era el responsable de la biblioteca. Prestaba libros a los socios, los recogía... En casa siempre los había pendientes de devolver. Se lo digo, porque mi madre quemó un montón en el fogón de la cocina. Viéndolos arder sin saber por qué, percibí que estaba asistiendo a una catástrofe. El fuego, mi padre en la cárcel, mi madre llorando...
L.C.-...
A.T.- La vi llorar muchas veces, a mi madre. Ella y yo íbamos a rezar al Crist de la Sang. Y arrodillada, allí, en la iglesia, lloraba desconsoladamente.
L.C.- Sin el jornal del padre...

Hambre y miseria. Mi madre y la de Miquel Morell, el conserje, consiguieron trabajo en Can Ensenyat. Cosían ropa militar, creo. Pero ganaban poco...”

A.T.- Ya puede imaginárselo. Hambre y miseria. Mi madre y la de Miquel Morell, el conserje, consiguieron trabajo en Can Ensenyat. Cosían ropa militar, creo. Pero ganaban poco... Además, mi hermano mayor, Cristòfol, estaba en Barcelona. Se había ido el mismo 18 de julio con el Orfeó Proletari para cantar en la inauguración de la Olimpiada Popular. Y acabó en Francia, en un campo de exiliados.
L.C.- Hábleme del hambre.
A.T.- Es algo que te vacía por dentro. ¡La de veces que cené de un trocito de regaliz...! Una conocida de la familia tenía un colmado y solía darnos algunas barritas. Mi madre las guardaba celosamente y, lo que le he dicho, nos las sacaba para cenar. A trozos: un trocito para ti, otro para ti y otro para ti. Ya ve: mi padre me quería médico. Qué sarcasmo ¿verdad...?
L.C.- Sí.
A.T.- Tengo ochenta y dos años y aún ansío venganza. Ya no vive ninguno de aquellos asesinos, pero mis sentimientos no varían. Les odio: odio su apellido, su recuerdo. Y luego me digo: si eres católico practicante ¿cómo puedes sentir lo que sientes...?
L.C.- ¿Recuerda las representaciones teatrales, los conciertos, los bailes, de la Casa del Poble...?
A.T.- Recuerdo el orfeón cantando La Balanguera y La Internacional... Y puedo percibir una melodía no identificada de verbena. Todo se mezcla con las imágenes del juego. Porque los niños jugábamos a deslizarnos por las baldosas, muy pulidas, de color blanco y negro. Luego hubo lo de la bomba.
L.C.- Fue en junio del treinta y seis.
A.T.- Cuando se produjo la explosión, de los de casa solo se hallaba allí mi padre. Al día siguiente fuimos todos a ver el estropicio. Había explotado en una ventana y herido a varias personas. Quien salió peor parada fue Reyes, la esposa de Antoni Rigo. La metralla la hirió en la cabeza, tuvieron que rapársela. ¡Cuando pienso que el solar va a venderse...!
L.C.- ¿Qué...?
A.T.- Me cuesta retener las lágrimas. ¡Si allí hay tanta memoria, tanto sufrimiento...!
L.C- ¿Su padre está enterrado en Porreres...?
A.T.- Lo supongo. Mi madre únicamente vio cómo el camión repleto de obreros maniatados se alejaba por las avenidas. Pero su hermano habló con falangistas bien informados y le aseguraron que, efectivamente, los mataron en Porreres. De todas formas mi madre se desplazó al cementerio y nadie de los alrededores quiso decirle nada. ¡El miedo era tan y tan grande...!
L.C.- Después del 19 de julio ¿volvieron a acercarse, aunque fuera por curiosidad, por la Casa del Poble?
A.T.- ¡No...! Falange se la apropió y la empleó como lugar de detención y tortura. La madre de Miquel Morell era una anciana; la detuvieron y la encerraron allí, en la Casa del Poble, no sé cuántos días. Querían que les confesara dónde estaba su hijo.
L.C.- Y el hijo estaba en Barcelona.
A.T.- Pero aquellos miserables no se lo creían. Y la obligaban a subir a un coche y la llevaban a dar una vuelta por el cementerio de Palma para que viera los cadáveres de los fusilados. Le decían que ella acabaría igual... Y no me lo invento. La pobre mujer lo contaba a quien quisiera escucharla.
L.C.- Supongo que usted ha visitado el cementerio de Porreres.
A.T.- ¡Tantas veces...! La primera fue a comienzos de los sesenta, cuando me compré un R8, mi primer coche. Fuimos la familia al completo. Pero nos decepcionamos. Vimos pared y paisaje. Nada más.
L.C.- ¿Nada más...?
A.T.- Habían pasado treinta años y no había rastros visibles de violencia. Nos quedamos un rato curioseando, desconcertados y vacíos. Y luego, para pasar el tiempo, buscamos caracoles. Al domingo siguiente nos dimos una comilona.
L.C.- Usted es católico...
A.T.- Creo en un Dios todopoderoso que guía el destino de los humanos. Y sé que Dios no puede permitirme morir sin recuperar los restos mortales de mi padre. ¿Sabe...? Durante la guerra, volví una vez a la Casa del Poble.
L.C.- Me había dicho que no...
A.T.- Me falló la memoria. Fue el día de Reyes del treinta y ocho o del treinta y nueve. Auxilio Social regalaba juguetes a los niños pobres y mi madre nos puso, a Francesc y a mí, en la cola. A mí me dieron un carrito de madera y a él, una muñeca.
L.C.- ¿Con lo que les había pasado...?
A.T.- ¿Y qué podíamos hacer...? Mi madre quiso que fuéramos a darles las gracias a aquellos señores con camisa azul, porque si no lo hacíamos iban a tomar represalias. Aunque nos carcomiera la pena, teníamos que disimularla. Nos querían agradecidos.
L.C.- ¿Qué recuerdo le queda, a usted, de su padre?
A.T.- Su interés para que hiciera los deberes. Se esforzaba por ayudarme.
L.C.-...
A.T.- También recuerdo el traje gris a rayas blancas que llevaba cuando lo detuvieron. Y guardo sus cartas...
L.C.- ¿Qué cartas?
A.T.- Las que nos escribía de Can Mir. Pero no puedo leerlas, porque la pena me lo impide. Ni ahora que soy anciano y todo aquello me queda muy lejos... Lo intento y no puedo. Los ojos se me llenan de lágrimas.
L.C.- Lo acaba de decir: todo queda lejano.
A.T.- Todo menos los sentimientos. ¡He callado tanto y tanto...!
L.C.- Pero usted perdió el miedo.
A.T.- Y además sé cómo. Cuando tuve que jurar bandera apreté los labios y no la besé. Me dije: esta no es mi bandera. Y un acto tan insignificante, me liberó de miedos y de complejos.

El Ministerio de Trabajo ha puesto en venta el solar de la Casa del Poble. No debería, pues es propiedad moral de los obreros. Antoni Tomàs recuerda la bomba que Falange hizo explotar en una de las ventanas. Fue el cuatro de junio del treinta y seis y la policía detuvo a Guillermo Meyer y a Francesc Bosch. Se ha dicho que el artefacto fue fabricado por Canuto Boloqui, un militar retirado por la Ley Azaña que había trabajado en la fábrica de armas de La Vega, en Oviedo. Fue su debut como terrorista, aunque el triunfo de sus ideales después de un golpe de Estado y una guerra de tres años que se saldó con un millón de muertos, le abocaron a una vida de burgués de camisa blanca y corbata. Ocupó diversos cargos en la Administración y se retiró de la vida laboral como delegado provincial del Ministerio de la Vivienda. Entre los suyos tuvo fama de hombre duro y dogmático. Le conocí, ya anciano, en la residencia Sa Nostra de General Riera. Suárez acababa de legalizar el Partido Comunista. Se lo comenté para tirarle de la lengua y conseguí sacarle de sus casillas. Dando voces dijo que a Suárez iban a fusilarle. Y a mí intentó tirarme una silla por la cabeza. Fue en abril del setenta y siete, después del llamado Sábado Santo Rojo. Pese a los muchos años de vida sedentaria, es evidente que el anciano Canuto Boloqui no había olvidado sus comienzos.