Cristòfol Pastor | Jaume Morey

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La ironía, más que su arma, es su virtud. Es dicharachero, jovial. Cristòfol Pastor (Manacor, 1920) firma sus caricaturas en la prensa comarcal con el nombre de Pífol. En su larga vida ha habido tiempo para casi todo: fue encargado de compras de Perlas Manacor y concejal de su ciudad (1991-1994) por la coalición PP-UM. Es un hombre de gran humanidad, oteador condescendiente de la vida que pasa.

Hablo con Pífol en s'Agrícola, uno de los bares emblemáticos de Manacor, y continuamente se acercan conocidos para saludarle. Así que llego a la conclusión de que le aprecia todo el mundo. Pífol ha sido un vecino amante de hacer favores y siempre dispuesto a provocar una sonrisa, pese a que parte de su vida, la de la juventud, se malgastó entre la guerra y la posguerra. Huelga decir que en los años citados las sonrisas no se prodigaban e incluso era arriesgado pasarse de gracioso. Pífol nunca lo tuvo en cuenta. Se prohibió a los menores, en tiempos del más ardoroso nacionalcatolicismo, entrar en los bares. Pero la gente se dejaba guiar por el sentido común. A los carteles de "Habla español, el idioma del impero" o de "No ladres, habla cristiano", respondían hablando como lo habían hecho siempre: en catalán. Nadie impidió, tampoco, que los menores entraran en los cafés. A Pífol (canijo, delgado y narizón), un falangista lo tomó por más joven de lo que en realidad era y le preguntó, con aires chulescos, cuántos años tenía. "Demà en faria desset, però no els podré fer", le respondió. El falangista no pudo disimular su turbación. ¿Qué pretendía insinuar aquel impertinente diciendo que ya no iba a cumplirlos? Así que le exigió explicaciones. Y Pífol se las dio. Le respondió sin cortarse un pelo: "Vaig néixer un 29 de febrer i enguany, el febrer, sols té 28 dies". Así era Pífol y así ha continuado siendo. Y este carácter expansivo ha arrinconado la multiplicidad de sus actividades. Conocedor perfecto del complejo tejido comercial de Manacor, ha sido concejal de Cultura y de Industria y Comercio (1991-1994) y ha publicado, al margen de infinidad de caricaturas, Malnoms manacorins del segle XX (2004). Es todo un personaje. Guillem d'Efak le menciona en la obra de teatro Rondalla de Rondalles y en la narración La ponentada gran.

Le pregunto cuántas caricaturas habrá hecho. Me responde:
Cristòfol Pastor.- Quién sabe. Le hice una al padre Pascual, que nos guardaba el estudio en los Teatinos, y me la encontró. Los frailes me prohibieron dibujar.
Llorenç Capellà.- ¿Tan feo quedó el fraile...?
C.P.- Qué va. El feo era yo. ¿Sabe cómo nació el seudónimo de Pífol...? Era tan feo que vi claramente que mis compañeros de clase me bautizarían con algún mote corrosivo. Así que me inventé uno. Me llamo Pífol, les dije.
L.C.- ¿Y ellos...?
C.P.- Lo aceptaron. Y yo encantado, porque al pie de una caricatura tiene sonoridad, me gusta. Dibujo desde siempre, sin que nadie me enseñara. Estudié en los Teatinos de Son Espanyolet hasta los once años. Luego no quise continuar y regresé a Manacor.
L.C.- Vamos a ver. Si sus padres residían en Manacor, ¿qué hacía usted en Palma?
C.P.- Mi padre murió cuando yo tenía nueve años y dejó a mi madre con cuatro criaturas, yo era el mayor. Entonces sor Margalida de Santa Àgueda, de las monjas de la Caridad, gestionó mi ingreso como interno en los Teatinos. No pagaba nada. Solo iba a Manacor tres días al año, por Navidad. Por cierto...
L.C.- Dígame.
C.P.- Sor Margalida, después de la guerra, acabó siendo la superiora de la cárcel de mujeres de Can Salas. Fui a visitarla. "Ja veus on he anat a parar -me dijo-. ¡A la presó...!"
L.C.- Estábamos en que usted estuvo interno en los Teatinos...

¡Y los frailes me enseñaron a cantar el Himno de Riego...! Fue en el treinta y uno, cuando se proclamó la República”

C.P.- ¡Y los frailes me enseñaron a cantar el Himno de Riego...! Fue en el treinta y uno, cuando se proclamó la República. Luego, quemaron algunos conventos en la Península y, para nuestra seguridad, la dirección decidió que los internos pasáramos el verano en nuestras casas. Y al comienzo del nuevo curso ya no me incorporé. Ahora recuerdo mi primera caricatura...
L.C.- ¿A quién se la hizo?
C.P.- A nadie en concreto. Era el perfil de un hombre: lo dibujé en una puerta con un pedazo de yeso que había cogido de la pizarra de las monjas. Tendría cuatro o cinco años. Y mi padre, al verla, prohibió a mi madre que la borrara. Era carpintero y me hizo una pizarra para que continuara dibujando. Fue un tipo curioso, mi padre. Carecía de estudios, pero en casa había libros. La historia de Mallorca de Binimelis, por ejemplo. Y cada noche me obligaba a leer el periódico en voz alta. No sé de qué murió. Le vi acostado un día y otro.
L.C.- En el internado de Son Espanyolet se forjaban vocaciones.
C.P.- Pero conmigo perdían el tiempo, porque ni por un momento pensé en tomar los hábitos. Por cierto, fui monaguillo y acompañaba diariamente al Padre Adrover a decir misa en una clínica. ¿Sabe quién fue el padre Adrover...?
L.C.- Un fraile con pistola.
C.P.- Puesto que sabía italiano, iba donde iba el conde Rossi para hacerle de traductor. Fue en el treinta y seis.
L.C.- ¿Le trataba, usted, aún?
C.P.- ¡No! Dejé de verle cuando abandoné los estudios. No obstante, un día, después de que se retiraran los rojos de Porto cristo, hubo un festival artístico en el teatro de Manacor. Yo asistí por el qué dirán. Y a la salida, en uno de los pasillos, me hallaba de tertulia con una conocida, de catorce años...
L.C.- ¿Quién era?
C.P.- Joana Caldentey. Su padre estaba en la cárcel y acabó asesinado.
L.C.- Cuente.
C.P.- De pronto nos encontramos de frente con el conde Rossi y el padre Adrover. Y Rossi, sin pensárselo dos veces, alzó a Joana en brazos y le estampó un beso en la frente. Se le veía muy jovial. Sacó una foto de una niña y nos la enseñó.
L.C.- ¿Una hija suya...?
C.P.- Exacto. Hablaba y gesticulaba, pero no le entendíamos. Fue el padre Adrover quien nos dijo que Joaneta le había recordado a su hija.
L.C.- ¿No le reconoció a usted?
C.P.- No. Llevábamos cinco años sin vernos. Y yo había pasado de niño a adolescente. A veces pienso en él y me pregunto cómo es posible que sean ciertas las atrocidades de que se le acusa. Le tenía por un hombre amable, incluso cariñoso... ¿Cómo él y otros pudieron cometer las barbaridades que cometieron...? Si usted hubiera conocido al capitán Jaume, el que fuera jefe de Falange y alcalde de Manacor en aquellos meses de la represión, no hubiera podido imaginarse que fuera capaz de hacer lo que dicen que hizo.
L.C.- Dio el visto bueno a infinidad de asesinatos.
C.P.- Eso se dice. Y cuando el río suena, agua lleva. En el treinta y seis yo estaba de mozo de encargos en el taller de fotografías de don Joan Duran. Y en las primeras semanas de la guerra tuvimos muchísimo trabajo porque todo el mundo necesitaba una fotografía para hacerse el carnet de Falange. ¡Y don Joan Duran era de izquierdas...!
L.C.- Vaya...
C.P.- Vino el capitán Jaume a fotografiarse y se sentó en el taburete, delante de la máquina. Pero, claro, la máquina era de aquellas en las que el fotógrafo escondía la cabeza debajo de una tela negra. Entonces el capitán Jaume se alarmó. ¡Cómo si le oyera...! "Un momentet -exclamó, levantándose de un salto-, ben igual m'estàs apuntant amb una metralladora".
L.C.-...
C.P.- Yo, en el treinta y seis, ya me daba cuenta de todo. El 18 de julio los carabineros rechazaron a los falangistas. Pero al día siguiente llegaron a Manacor los soldados. Y los carabineros y el jefe de la policía municipal, que era don Antoni Barceló, tuvieron que rendirse. Les vi en sa Bassa, cara a la pared, custodiados a punta de fusil. A don Antoni Barceló lo trasladaron a Can Mir y fue su suerte. Porque en Manacor le asesinan, ¡seguro! Creo que el interventor del Ayuntamiento, un tal Calafell, medió para que no lo fusilaran.
L.C.- ¿Usted era...?
C.P.- Había coqueteado con los comunistas. Luego me pasé a las juventudes socialistas porque en su coro cantaban canciones en catalán, como "L'Emigrant", que sentía más próximas. Con los comunistas, el Primero de Mayo íbamos por los cafés. Cantábamos aquello de "Somos los hijos de Lenin/ y a vuestro régimen feroz/ el comunismo ha de batir/ con el martillo y la hoz".
L.C.- ¿No le molestaron a usted?
C.P.- Me salvé por la edad, en el treinta y seis era un adolescente... En los primeros días del golpe de Estado procuré no salir de casa. Un día, desde una ventana, vi pasar un escuadrón de Flechas, entre los que había uno de los hijos del capitán Jaume, y les seguí de lejos para ver lo que hacían.
L.C.- ¿Y qué hicieron?
C.P.- Se cruzaron con Domingo Riera, un niño aún, tenía catorce años...
L.C.- ¿Y...?
C.P.- Se lo llevaron detenido hasta la casa del capitán Jaume. Le obligaron a bajar al sótano y le hicieron beber aceite de ricino.

Cuando el pobre Domingo volvió a la calle llevaba prendidas de la camisa dos insignias: una banderita española y un corazón de Jesús. Le hicieron jurar que no iba a arrancárselas. Su humillación fue la de todos.
L.C.- ¿Qué quiere decir?
C.P.- Le expondré mi caso. Antes del 18 de julio cantaba La Internacional y, pocas semanas después, el Cara al Sol. En el treinta y ocho tuve que incorporarme a la mili y aquello no era lo mío, se lo aseguro. Pero no perdí el humor. Escribí a la hija de Franco rogándole que aceptara convertirse en mi madrina de guerra. Le recito un párrafo de la carta: "Hemos nacido los dos bajo el mismo cielo y su bandera es la mía".
L.C.- Usted era un fresco.
C.P.- ¿Un fresco...? Un listillo, un humorista, un vividor... Me contestó un primo de Franco denegándome la solicitud porque Carmencita "dada su corta edad se encuentra dedicada al estudio y a su formación educativa".
L.C.- Tuvo suerte. Igual le fusilan por descarado.
C.P.- Sí, tuve suerte. Pero aquella locura me ayudó muchísimo. Los compañeros me llamaban el yerno de Franco y los oficiales me trataban con un cierto respeto porque no todos los soldados recibían carta de la Casa Militar del Generalísimo. Claro que este respeto no impidió que me enviaran a Menorca, cuando el desembarco. Estuve en la Mola, donde fusilaban.
L.C.- ¿Fusiló usted...?
C.P.- No, pero muchos de mis compañeros se vieron obligados a formar parte de los piquetes. Tenían dieciocho años y los obligaban a matar... Los piquetes eran de seis soldados, tres de pie y tres rodilla en tierra. Los que estaban de pie tenían la orden de disparar a la cabeza. Los otros, al corazón. Fusilaban a diecisiete hombres cada madrugada. Yo hacía guardia en las celdas de los condenados a muerte. Había tres curas que intentaban confesarlos.
L.C.- ¿Y ellos...?
C.P.- Se animaban los unos a los otros. Y se burlaban de todo. Hacían bromas, incluso conmigo. Recuerdo al comandante Guerra, al capitán De Benito... A todos los vi salir hacia el paredón.
L.C.- Usted volvió a Manacor. Y aunque parezca imposible, en aquellos años, vivió la bohemia.
C.P.- Ya lo creo. Mi compañero de correrías fue Guillem d'Efak. Y él me presentó a Miquel Àngel Riera. Aunque Riera era un hombre de orden. No trasnochaba, regentaba una gestoría... Incluso fue jefe de los sindicatos verticales y no me pregunte la razón. Supongo que para ganar dinero, porque era una excelente persona.
L.C.- Usted y Guillem d'Efak...
C.P.- Cerca de la medianoche hacíamos la ronda por los bares. Y normalmente acabábamos, a eso de la una, en casa de Lola, una madame que tenía varias pupilas. Recitábamos por las calles. O cantábamos. Y le advierto una cosa: en casa de Lola nos tomábamos una copa y nos íbamos.
L.C.- Ya.
C.P.- Una de la chicas del burdel, Pilar, se llevó a Guillem al dormitorio. Yo le esperé en el café de Can March. Cuando se reunió conmigo le dedicó un poema.
L.C.- ¿A Pilar...?
C.P.- A Pilar. Y en castellano, porque en aquellos años aún escribía en castellano. ¡Si en los cafés había carteles con aquello de habla el idioma del imperio...! Recuerdo un verso de los dedicados a Pilar. Decía: "Manos diestras en bordar la piel de estremecimiento". No creo que nunca publicara este poema. Sin embargo, uno de sus libros lleva la siguiente dedicatoria: "A Pilar, que em va obrir la porta".
L.C.- Me estoy preguntando si usted hubiera sido el mismo fuera de Manacor.
C.P.- Supongo que no. Manacor es mi vida. Y ayudo a quien puedo. Por amistad, no por interés.
L.C.- En su juventud fue socialista y acabó en la derecha.
C.P.- En UM. Y si le dicen que soy del Partido Popular diga que no es cierto. Con los socialistas me desengañé.
L.C.- ¿Cuándo...?
C.P.- En el pasado. Después de la guerra se produjo el boom de las tallas de olivo y muchos de aquellos jóvenes que habían pertenecido a la Casa del Pueblo se hicieron empresarios y se olvidaron de los trabajadores. Yo no soy de éstos. Yo estoy donde estaba.
L.C.- ¿En UM...?
C.P.- Pero sin perder un solo amigo de izquierdas. Tengo memoria y sé lo que vale cada persona por encima de ideologías.
L.C.- ¿Qué se hará de su memoria...?
C.P.- Tengo dos hijas, pero no podré legársela en testamento.
L.C.- ¿Pasan rápido noventa años?
C.P.- En un soplo. Si de adolescente me hubieran garantizado llegar a la cincuentena hubiera firmado sin pensármelo. ¿En cambio ahora...? Me encuentro lleno de vitalidad y quiero vivir. ¿Cuánto...? No lo sé. Me pongo el mundo por montera y acepto cada amanecer como una bendición.