Bartomeu Llobera | Jaume Morey

TW
1

Ha hecho de la plaza de toros de Inca su segunda casa. La recorre a ciegas y, en una de las estancias, ha instalado su colección de carteles, capotes y trajes de luces. Bartomeu Llobera (Inca, 1960) trabaja en la industria del calzado. Pero dos veces al día, antes de comenzar y al acabar el jornal, se da una vuelta por su museo y por los corrales. La plaza de toros de Inca se inauguró antes de que acabaran las obras (a causa de algunos derrumbamientos, en uno de los cuales murió un albañil) el 18 de setiembre de 1910, actuando los toreros Cocherito de Bilbao, Mazzantinito y Regaterín, con toros de Santamaría y López de Perullena. Tenía capacidad para 5.600 personas y fue diseñada por Josep Alomar Bosch, por aquel entonces arquitecto de la Diputación. En sus cien años de actividad, se ha celebrado una corrida por año, a veces dos. Pocas en total. No obstante, han sido suficientes como para que se tejiera una trágica leyenda en su entorno. En Inca halló la muerte Carratalá (Àngel Celdrán), un novillero alicantino. Fue el 28 de julio de 1929 y el animal que le mató pertenecía a la ganadería de Rodríguez Ledesma. Luego, el 30 de julio de 1944, otro novillo, éste de Bernardino Jiménez, propinó una cornada al banderillero Niño de Valencia (Basilio Martínez), de la cual moriría dos meses después. Más adelante, el 1 de agosto de 1971, Paquiro (Adolfo Àvila), un torero que se estaba consolidando en el escalafón, fue volteado por un toro de José Luis Vázquez y sufrió la rotura de dos vértebras, lo que le apartó definitivamente de los ruedos. Con todo esto, la leyenda negra estaría más que justificada. No obstante se agranda a poco que se hurgue en la historia del toreo. La única alternativa que se concedió en Inca, la recibió El Sargento (Guillermo Rodríguez), un torero peruano. Fue el 27 de julio de 1947. Y cuatro años después, en 1951, hallaría la muerte en la plaza de Cuzco. Otro: Carnicerito de Méjico (José González), atravesó el océano para debutar en Inca el 27 de julio de 1930. Alcanzó un éxito clamoroso, de los de recuerdo imborrable. Pues bien: en 1947 lo mató un toro toreando en Villaviciosa (Portugal). ¿Qué todo ello es fruto de la casualidad? Seguro que sí. Pero forma parte de la leyenda que nutre la literatura taurina.
El Museu Cultural Taurí (que así se denomina), abre al público los fines de semana. Le pregunto cómo empezó todo. Me responde:
Bartomeu Llobera.- Tenía almacenados tantos recuerdos que no me cabían en casa. Así que llegué a un acuerdo con la propiedad de la plaza y ahí están mis tesoros para quien quiera verlos.
Llorenç Capellà.- ¿Y quién quiere verlos?
B.L.- Más mallorquines de los que puede imaginarse. Y mucho turismo de la Península. Y aunque los hay que acuden a visitarlo fuera de horario, les abro las puertas igualmente, porque yo, cuando no estoy en la fábrica, estoy aquí, en la plaza. ¿Dónde estaría mejor...?
L.C.- No sé.
B.L.- En ningún lugar. Venero estos muros centenarios. La capilla, la enfermería... Incluso los burladeros, donde han apoyado sus brazos tantos personajes míticos. En Inca han toreado Cagancho, Belmonte, Curro Romero... Lo de Belmonte fue en el año veintiséis. Conocí ancianos... Ahora ya no: ahora todos ya han muerto... Pero conocí ancianos que afirmaban que aquel día fue uno de los más importantes de Inca.
L.C.- ¿Qué se puede ver en su museo?
B.L.- Un traje de luces de Pedrés, otro de Chicuelo II... Un capote de paseo de Jaume Pericàs, una montera de Manolete... Y carteles: infinidad de carteles de pared y de mano. Le destaco uno porque es indicativo de que Inca fue una ciudad taurina.
L.C.- ¿Cuál?
B.L.- El del diez de junio del cincuenta y seis. Torearon Pedro Capó, considerado el ídolo de Sineu; Pablito Llompart, apodado "Niño del Bar Matías"; Fermín Ruíz Romero, que era la revelación de ses Botetes; y Rafaelito Monzó, conocido como "Niño del Bar Pericàs". ¿Qué le parece...?
L.C.- Que hay mucho niño y mucho bar.
B.L.- Todos ellos eran muy jóvenes. Y con una afición desmedida. Y los bares y tabernas de la ciudad presumían de apadrinarlos. La clientela les ayudaba económicamente. Les acompañaba en los desplazamientos si toreaban en este o en aquel pueblo... "Niño el Bar Matías" se aventuró a torear en la Península. Por otra parte, es lógico que surgieran torerillos porque en la plaza se organizaban becerradas. Yo mismo las organicé, hasta hace dos años.
L.C.- ¿Por qué lo dejó?
B.L.- Porque desde Delegación del Gobierno me lo prohibieron. Dicen que maltratamos a los novillos. ¿Y qué voy a decirle...? Si lo dicen, lo dicen. Procuro no discutir con nadie. Pero yo, con la primera luz del día, antes de irme al trabajo, estoy en los corrales, dándoles de comer.
L.C.- ¿A qué edad vio su primera corrida?

Mi abuelo y l'amo en Pelat alquilaron la plaza y se hicieron empresarios. Fue cuando empecé a corretear por las instalaciones”

B.L.- Tendría cinco años. Mi abuelo, que se llamaba Bartomeu Llobera, como yo, y l'amo en Pelat, alquilaron la plaza y se hicieron empresarios. Fue cuando empecé a corretear por las instalaciones. Contrastaba el silencio casi franciscano del día a día con los fogonazos de luz y de ruido de las tardes de toros. Y me adelanto a su pregunta: aunque fuera un niño, no sufrí ningún trauma psicológico.
L.C.- Me alegro. Pero no pensaba preguntárselo.
B.L.- Entonces me desconcierta. Se pregunta habitualmente...
L.C.- Vale. ¿Quiso ser torero, usted?
B.L.- No. Qué va. Ni me lo planteé. Pau Llompart, que es mucho mayor que yo, nació en el treinta y seis, sí que probó suerte. Pau es uno de los componentes más queridos de la tertulia que organizamos, cada tarde y de forma espontánea, en las instalaciones de la plaza. Charlamos de toros y de la vida. Porque la vida se entiende de una forma especial a través de los toros.
L.C.- Pau Llompart es "Niño del Bar Matías"...
B.L.- Exacto. Con veinte años se fue a pasar el invierno a Aldehuela de la Bóveda, una aldea de Salamanca donde pastaban los toros del Marqués de Albaida. ¡El hambre que pasó...! Y nada le digo del frío. Los señores permitían que los maletillas durmieran en el pajar. Pero el pajar era una nave inmensa, sin paredes laterales, y el aire helado entraba a raudales.
L.C.- Volviendo al hambre...
B.L.- Robaban habas.
L.C.- ¿Quiénes...?
B.L.- Los maletillas. Vigilaban el paso del mayoral escondidos tras el tronco de las encinas. Y cuando vaciaba el saco de habas en los bidones donde comían los toros, esperaban a que se alejara y recogían a puñados las que podían. Doña María, una vecina de la aldea, se las cocinaba.
L.C.- ¿Les da de comer habas, usted, a los toros que tiene en los corrales?
B.L.- Preferentemente avena. Por la mañana y a puesta de sol. Y si yo no puedo, me sustila tuye alguno de los amigos de tertulia. Cada tarde estamos de tertulia, disponemos de nuestro pequeño bar... Y los fines de semana arreglamos, si los hay, los desperfectos que el tiempo va produciendo en la plaza. Un poco de hormigón aquí, una mano de cal en el otro lado...
L.C.- ¿Gratis...?
B.L.- ¿Y quién nos va a pagar...? Además ¿qué más queremos...? Estamos en compañía, hablamos de lo que nos gusta... La gente no nos entiende. Aunque tampoco necesitamos la comprensión de nadie. Vivimos de acuerdo con lo que aprendimos. Relacionamos el campo, porque el toro es parte del campo, y cosas sobre la vida y la muerte. ¡Qué sé yo! No esperamos que nos comprendan. Nos basta con que no nos atosiguen. Nosotros queremos a esta plaza. Mire: los tendidos son de piedra. Y trajeron la piedra de Son Panxeta, la finca familiar del "Niño del Bar Matías". ¡Le estoy hablando de hace un siglo...! Llegaban los carros cargados de piedras de diferentes tamaños y los albañiles las igualaban a golpe de maza.
L.C.- ¿De quién fue la iniciativa de construir la plaza?
B.L.- De los aficionados. Prueba de ello es que se emitieron acciones. Y se construyó en el Blanquer, en unos terrenos que eran propiedad de Can Ripoll.
L.C.- ¿El Blanquer...?
B.L.- Se llamaban así porque cuando empezaban las heladas, toda esta zona, cercana a las montañas, amanecía blanca. Era tanto el interés del pueblo, que los Ripoll cedieron los terrenos gratuitamente, aunque pusieron una condición.
L.C.- ¿Cuál...?
B.L.- Que si la plaza desaparece o deja de servir para los fines que fue creada, el solar ha de ser devuelto a la familia.
L.C.- ¿Y la propiedad de la plaza...?
B.L.- Pertenece a otra familia de Inca que, sobre todo en la posguerra que fue tiempo de escasez, fue adquiriendo las acciones que iban saliendo a la venta. Y burla, burlando, habrán pasado cien años desde que se construyera. El día exacto de la inauguración fue el 18 de setiembre de 1910.
L.C.- Y, desde entonces, los grandes triunfos se han alternado con tardes trágicas: muertes, cornadas graves...
B.L.- Pues yo me rebelo contra la leyenda negra. Asocio los toros con la alegría, con el color... Es cierto que jamás intenté ser torero y desconozco, por tanto, lo que sufren ellos, los toreros. Pero recuerdo la alegría de mi infancia. Se aproximaban las fiestas patronales y se anunciaban los carteles... Y ya ve, según como vengan dadas las cosas en el futuro, si quiero ver toros tendré que viajar a Francia.
L.C.- La juventud pasa de los toros.
B.L.- Ya lo sé. Y no me lo explico, porque fueron parte de la vida misma del pueblo. Los toreros, antiguamente, se hospedaban en el Hotel Domingo... Lo he oído contar, porque le hablo de cosas que sucedieron mucho antes de que yo naciera. En cierta ocasión los toreros se negaron a salir al ruedo porque consideraron que los toros eran demasiado grandes. El escándalo fue mayúsculo.
L.C.- Puedo imaginármelo.
B.L.- La Guardia Civil los encerró en los calabozos que, justamente, estaban en los sótanos del hotel... Pues bien, a media noche, se soltó la traca de fin de fiesta y los toreros, al oír el ruido y oler la pólvora, creyeron que había estallado un motín y que el pueblo iba a por ellos.
L.C.- ¿Para lincharles?
B.L.- Claro. ¡Lo que nos hemos reído de su miedo...! Hemos pasado años riéndonos. Unos contándolo de una manera, otros de otra... Los toros son conversación. Y chanza, aunque siempre teñida de humanidad. Una vez, creo que fue en los años cuarenta, se escapó un toro y se plantó en "el carrer Major". ¡Imagínese! Al llegar ante el Bar Sol la emprendió a cornadas contra las mesas y las sillas de la acera. ¡Los clientes aún corren...!
L.C.- ¿Qué futuro le espera a la plaza de Inca...?
B.L.- La propiedad ha conseguido el permiso de actividades diversas. Supongo que se programará teatro, cine... O se harán conciertos. La programación se ha de adaptar a las preferencias de los jóvenes. En otro tiempo querían toros. Ahora, no. Cuando en Inca estaba Ramoso, los jóvenes querían ser toreros. Al menos así me lo han contado. Yo no había nacido.
L.C.- ¿Quién fue Ramoso...?
B.L.- Un tipo muy dado a batallar con la vida que se vino tras los pasos de Pere Capó...
L.C.- Vamos a ver ¿Pere Capó es el ídolo de Sineu...?
B.L.- El mismo. Capó y Ramoso, que se llamaba Ramón Bragado, se conocieron toreando por Tarragona. Y Capó se lo trajo para Inca. Y Ramoso abrió un puesto de venta de carne de caballo. Era muy activo, Ramoso. Animó las tertulias taurinas de los bares. Así fue como los del Bar Matías enviaron a Pau Llompart a la ganadería de Ernest Martí, en el Baix Ebre, concretamente en Alfara de Carles. ¡Imagínese...! En aquellos tiempos, Pau ya trabajaba en Calzados Beltrán y no sabía cómo ingeniárselas para largarse y no perder el empleo.
L.C.- ¿Y...?
B.L.- Don Jaume Beltrán no sólo se lo guardó, sino que le dio quinientas pesetas para que no pasara apuros.
L.C.- Seguro que se las gastó en dos días.
B.L.- No sé si en dos días o más. Pero lo cierto es que se dio prisa en aligerarse de peso. Le he oído contar que las plazas eran de carros y, naturalmente, los vecinos que aportaban su carro para formar el cercado del redondel tenían derecho a asistir a la corrida desde su propio carro, sin pagar un céntimo. Entonces, los maltillas, para ganar algo, abrían los capotes sobre la supuesta arena, que era tierra apisonada, recogían las monedas que el público tenía bien echarles. Me cuenta, Pau...
L.C.- ¿Qué le cuenta?
B.L.- Que los maletillas tomaban de prestado tomates y pimientos de la huerta y que siempre hallaban a alguien que les daba un poco de vino. El jefe del grupo era un tal Antonio Belenguer, apodado El Millonario, y a él le correspondía marcar las pautas de la comida. Si uno, cualquiera de ellos, clavaba el tenedor en el pan, significaba que iba a beber del porrón y que, mientras, los demás no podían comer para no sacarle ventaja. ¡Qué tiempos...! Tenían su encanto ¿verdad...?
L.C.- Por supuesto.
B.L.- ¿Cree usted que en Mallorca van a prohibir los toros...?
L.C.- No lo sé. La última palabra la tiene el Parlament.
B.L.- Yo he hecho de la plaza mi segunda casa. La familia me recrimina cariñosamente mi excesiva implicación en todo esto. Pero yo les digo que es mi mundo. Soy hijo de payés, me dicen de Cas Sereno. Bueno, se lo digo, porque lo que comen las vaquillas de los corrales sale de mis tierras.
L.C.- ¿Cuántas hay?
B.L.- Actualmente, dos. Una de ellas ha nacido aquí. Y espero que muera aquí, de vieja. Ahora tiene año y medio. La llamo Rosalía.
L.C.- Anochece y estamos, usted y yo, solos en la plaza. Si me callo ¿qué oye?
B.L.- El griterío de las tardes de corrida. Es como si los recuerdos tuvieran voz.
L.C.-...
B.L.-Y puedo percibirlo, este griterío, siempre que quiera. Incluso si me llego a los corrales con el heno. Y en los días más crudos del invierno. Cuando observo los tendidos, llenos de escarcha...