Manuel Ripoll (Palma, 1945) es un singular bibliófilo y anticuario. | Teresa Ayuga

TW

Es un conversador ameno, de comentarios acerados. Y recuerda vagamente a Unamuno en la mirada altanera. Ama los libros, lo que le convierte en un personaje singular. Manuel Ripoll (Palma, 1945) es bibliófilo y anticuario. Conoce los libros con cuatro de los cinco sentidos, sólo le falta llevárselos a la boca.

Manuel Ripoll se formó profesionalmente al lado de su padrino, Tomàs Ripoll Sastre, un maestro de escuela que para sacar adelante a la familia negoció con el libro antiguo. Tuvo una buena época para vender, la de la República. Y otra para comprar, la de la posguerra. Cuando le pregunto a Manuel Ripoll si un anticuario de libros es un librero, me remite a José Martínez de Sousa, expresidente de la Asociación Internacional de Bibliología, que especifica que «el librero anticuario ha de ser un erudito, un bibliófilo y un bibliógrafo ». Y apostilla: «No tiene nada en común con los demás libreros». De acuerdo. Aunque tienen un vínculo, el libro. Y una vocación evidente por coleccionar papel. O historias. O ideas. Me cuenta Manuel Ripoll que frenó el coche delante de una casa en derribo porque los albañiles acababan de echar al container infinidad de documentos. Y la curiosidad le pudo. Se los llevó todos a casa. Y obtuvo premio, pues se trataba de un archivo notarial correspondiente al período republicano y de la Guerra Civil. Un amador de libros antiguos es un trapero de lujo, alguien a quien le puede la curiosidad intelectual. Aunque en su caso, esta curiosidad ha sido satisfecha con creces. Cuando le digo de qué obra no quisiera nunca desprenderse, me indica un punto de la estantería en donde se halla la reedición que hizo, en el siglo XVIII, Francisco Pérez Bayer de la "Bibliotheca hispana vetus" (1672 en primera edición/ 1788 en segunda) y de la "Bibliotheca hispana nova (1696 en primera/ 1783, en segunda). Una joya.

Le pregunto si el coleccionismo crea adicción. Me responde: Manuel Ripoll.- Probablemente es una pasión que debe controlarse. Porque, de lo contrario, acabas coleccionándolo todo. Yo me he centrado en los libros, aunque también colecciono cerámica, grabados...

Llorenç Capellà.- Igual de niño no coleccionó cromos.
M.R.- Acertó. En cambio coleccionaba tebeos de "Hazañas Bélicas", de "El Jabato"... Pero me desaparecieron. Mi padrino los echó a la basura, porque los consideraba literatura baratera. En cambio él coleccionaba las cosas más impensables. Billetes de tranvía, por ejemplo.
L.C.- ¿Y usted...?
M.R.- Empecé por coleccionar exlibris, y todo lo que pudiera tener relación con el modernismo. No sé por qué, de niño, ya me atraía. Cuando tuve que comulgar, el padrino me dio un montón de postales para que escogiera las que tenían que servir para hacer los recordatorios. Y todas las que escogí eran modernistas.
L.C.- ¿Con siete años...?
M.R.- O con ocho. No tenía más.
L.C.- ¿Quién le educó la sensibilidad?
M.R.- Nadie. Hay tendencias con las que se nace.Y luego está el entorno. Crecí entre libros
antiguos y de coleccionista y no rompí ninguno.
L.C.- Un libro tiene vida propia.
M.R.- Claro que sí. Leer es dialogar. Además, el libro, forma parte de un exquisito mundo de complicidades. Ayer leí hasta la madrugada. Disponía de un buen libro, y de una copa de vino y una cajetilla de tabaco al alcance de la mano. Y de silencio, mucho silencio. Rocé la felicidad.
L.C.- En el caso de los libros antiguos ¿es importante saber su procedencia?
M.R.- Por supuesto. Un libro que fue publicado trescientos años atrás, ha pasado por diferentes manos. Y puede que lleve estampado un exlibris o una firma. Todo ello lo revaloriza.
L.C.- Al margen de usted ¿hay coleccionistas de libro antiguo en Mallorca?

Un libro con quinientos años interesa a muy poca gente. ¿Cómo se va a amar el libro si apenas se lee...? De todas formas, los ha habido. Y buenos.”

M.R.- No lo creo. Un libro con quinientos años interesa a muy poca gente. ¿Cómo se va a amar el libro si apenas se lee...? De todas formas, los ha habido. Y buenos. La biblioteca de Nicolau Morell, iniciada por su padre, Faust, es excelente. Y la de Lluís Alemany, también. Y otra, en Algaida, la de Antoni Sastre... Pero, en fin, hay pocas. Los ricos derrochan en barcos y en coches.
L.C.- Habrá excepciones.
M.R.- Pocas. La generación turística, la de treinta años atrás, pasó de la cultura. Y la política, la actual, es su sucesora. ¡Ahí tiene las consecuencias...! Falta de cultura, falta de ética... ¡falta de todo! En mi niñez se decía que el que no servía para nada útil se metía a municipal. Ahora se mete a político.
L.C.- Volvamos a los libros. En Mallorca ¿hay joyas, aún, por descubrir?
M.R.- Alguna habrá en algún estante. Pero solo alguna. Y conste que hemos tenido un fondo bibliográfico muy importante. La República acrecentó el interés por la lectura de manera espectacular, hubo respeto por el libro... Además, el amplísimo abanico social que dio vida a "La Nostra Terra" gozaba de un nivel cultural elevadísimo.
L.C.- Supongo que las grandes bibliotecas habrán sido propiedad de la nobleza y del clero.
M.R.- Más del clero que de la nobleza.
L.C.- ¿Y eso...?
M.R.- Se lo explico. Las bibliotecas de la nobleza crecían según el propietario. Si a un señor ilustrado le heredaba otro señor ilustrado, la cosa funcionaba. Pero, si en vez de ser así, el heredero era un crápula o, simplemente, pasaba de los libros, la biblioteca se convertía en una especie de almacén. En cambio, las bibliotecas del clero no dejaban de crecer. Le hablaré claro: bajo las sotanas se han trasladado bibliotecas enteras.
L.C.- ¿Me está diciendo...?
M.R.- Lo que oye. No obstante, en disculpa de los clérigos, diré que sus fondos no se perdían porque, al morir, solía heredarlos el seminario. Los nobles, no. Un noble podía vender media biblioteca para darse una juerga. En cambio, la burguesía liberal y de izquierdas dispuso de bibliotecas muy bien surtidas. Adquirí varias.
L.C.- ¿Me está hablando...?
M.R.- De hace treinta o cuarenta años, cuando desaparecían las bibliotecas familiares que habían ido creciendo desde mediados del siglo XIX hasta la Guerra Civil. Con la postguerra llegó el declive. Además, los libros son caros, requieren espacio... Ahora, más que bibliotecas enciclopédicas, se estila la biblioteca especializada. En Francia hay verdaderas maravillas. ¿Sabe cómo funcionan...?
L.C.- No.
M.R.- Un bibliófilo francés se propone especializarse en Zola. Y no dude que dispondrá de todo lo que se haya publicado sobre Zola. Luego hace un catálogo y pone los libros a la venta. Y se especializa en otro autor. Y vuella ve a catalogar la obra y la bibliografía que hay esparcida sobre él. Pero, vaya, Francia, con respeto a España, es otro mundo. Nos lleva un siglo de adelanto.
L.C.- Ha apuntado que el clero es algo así como un cuervo para las bibliotecas.
M.R.- Es un secreto a voces. ¿O no...? Visito con frecuencia bibliotecas de curas fallecidos por ver lo que hay. ¿Y qué puedo decirle...? Con una mirada ya sé cuáles son los libros sustraídos y a qué biblioteca pertenecen. Aunque no me escandalizo. Hay curas que ni se planteaban que lo que realmente hacían era una sustracción. Mosén Antoni Pons, el historiador, se ganó justa fama de esquilmar las bibliotecas públicas. Pero puede perdonársele, porque era todo humanidad. Además, hubo otro que le superó con creces.
L.C.- ¿Quién fue?
M.R.- Mosén Llorenç Riber. ¡Lo que trasportó bajo la sotana no cabría en un container...! Abusó hasta la exageración. Mire si abusó que, en la biblioteca provincial, siendo, como era, académico de la lengua española, le prohibieron la entrada.
L.C.- ¿Qué dice...?
M.R.- Que el bibliotecario, al verle entrar, le indicaba la puerta de la calle. Así de claro.
L.C.- ¿Compró su biblioteca, usted...?
M.R.- No. En cambio adquirí parte de la de mosén Antoni Pons. Al morir legó sus bienes y la casa donde vivía, en la calle Monterrey, a su sirvienta.Y ella se puso en contacto conmigo por si me interesaban los libros. ¡Y claro que me interesaban...! Pero la biblioteca estaba medio vacía. Cuando se lo dije, me respondió que mosén Antoni, en la vejez, cogió manía a los libros. Creyó que iban a hundirle la casa y los trasladó al gallinero.
L.C.-...
M.R.- De todas formas, la Biblioteca March se llevó la parte más importante del botín. Pero yo conseguí una cómoda repleta de cartas. Era la correspondencia que había recibido durante toda una vida. La vendí a la Biblioteca Nacional de Catalunya. Y le contaré una anécdota...
L.C.- Le escucho.
M.R.- Guardaba cada carta en su sobre correspondiente. Y me fijé que en unas había el sello y, en otras, había sido rascado con un cortaplumas o con una llave. Tardé en descubrir el motivo.
L.C.- ¿Cuál era...?
M.R.- Odiaba a Franco.Y los sellos que rascaba eran los que reproducían su cara. ¡Lo que me reí...! Aunque le comprendo. Cuando la represión, estuvo en las listas de los curas no adeptos. Pudo costarle la vida. Tampoco sentía simpatía alguna por el Obispo Miralles. Le llamaba "El Boc de sa Murada". Le oí nombrarle así más de una vez. Era uno de los asiduos a las tertulias de la librería. L.C.- De la Librería Ripoll.
M.R.- Sí. En la calle Sant Miquel. Pasé la niñez entre libros antiguos. El padrino supo adquirir auténticas joyas.
L.C.- Para ello se precisa dinero.
M.R.- O mucha inteligencia para saber dónde y cuándo comprar.
L.C.- Por supuesto.
M.R.- Mi padrino era el hermano mayor de mi padre. Y no procedían de familia rica. El abuelo paterno era maestro de escuela, en Randa. Y se casó allí, con la hija de los propietarios de Son Romaguera... Murió muy joven. Entonces la viuda se quedó sola, con cuatro hijos. Tomàs, mi padrino, estudiaba magisterio y se puso a dar clases particulares. Y a comprar libros antiguos para hacer negocio. Se estableció en un entresuelo de la plaza Quadrado.
L.C.- ¿Y cuál era el perfil de sus clientes?
M.R.- No sabría decírselo. Pero fue en tiempos de la República, en unos momentos en que todo lo que olía a libro tenía salida en el mercado. Aunque una de sus más grandes etapas como coleccionista fue en la posguerra.
L.C.- ¿Y eso...?
M.R.- En Barcelona se pasó hambre de verdad. Y él compraba allí. Libros y más libros. Aunque no pudiera venderlos de inmediato, porque no había compradores. Por otra parte, había libros que, por su contenido, no podían sacarse a la venta. El fondo de la biblioteca Villalonga fue cedido al ayuntamiento de Palma. Fue en los años treinta.
L.C.- Sí...
M.R.- Pero la entrega se realizó en la posguerra y el ayuntamiento, aunque lo había aceptado, lo rechazó por el manifiesto anticlericalismo de los donantes. En Cort no sabían qué hacer con aquellos libros.
L.C.- ¿Y qué hicieron?
M.R.- Los depositaron en el hueco de la escalera que une el ayuntamiento con la diputación. Estuvieron allí más de veinte años. Mi padrino compró una parte importante, aún a sabiendas de que debía de tenerlos bajo llave.
L.C.- Usted se hizo cargo de la librería en 1971.
M.R.- Cuándo él murió. Me había inculcad su pasión. Aunque entre lo que él hacía y lo que yo hago, hay un mundo. La profesión ha cambiado radicalmente. Ahora, los anticuario nos movemos en un mercado globalizado. Igual compro en Lisboa como vendo en Berlín.
L.C.- Lógico. Me ha dicho que en Mallorca quedaban pocos tesoros por descubrir.
M.R.- Pero algo encuentro. En un desván de la calle dels Oms me llamó la atención un pedazo de lienzo en el que se veía parte de una cara masculina.
L.C.- ¿La reconoció?
M.R.- Mirándola y mirándola, sí. Era la de Alfonso XIII. Y lo compré. Pero ¿por qué lo habían desgarrado...? Tiempo después, hallé la respuesta en una fotografía antigua. Cuando la proclamación de la República, los congregados en Cort ocuparon el Ayuntamiento y se produjo algún que otro desmán. Luego se organizó, de forma espontánea, una manifestación que bajó hacia es Born y continuó por las Ramblas... Y allí, precisamente, se hizo la fotografía a la que me refiero.
L.C.- ¿Y...?
M.R.- Uno de los manifestantes portaba, a modo de banderola, el pedazo de lienzo con la cara del Rey. Ahora lo tengo yo. En mi casa. Como una reliquia.
L.C.- Entre otras muchas reliquias...
M.R.- Entre miles. Mis mejores reliquias son libros. Y los quiero tanto que no los vendo a cualquiera. Un constructor me los compraba como si fueran sacos de cemento. Hasta que no pude más. Y le dije que no iba a hacer negocios con él, que los libros no son ladrillos.
L.C.- ¿Qué me dice del libro electrónico?
M.R.- Nada.
L.C.- ¿Nada...?
M.R.- En esta habitación usted y yo no estamos solos. ¿Se ha dado cuenta...? Nos acompañan los libros. Atienda: diríase que respiran. ¡Y usted me pregunta sobre el libro electrónico...! ¿Qué tengo que decir...? Nada. Absolutamente nada.