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El 'caso Cursach', lejos de representar un fracaso total de la Justicia –como se repite prolijamente–, estimo, muy distintamente, que constituye una prueba irrefutable de la grandeza de la Administración de Justicia: Una grandeza que estriba y se patentiza en el hecho concreto de que, al final, a la hora de la verdad, se hayan reconocido paladinamente y, sin pudor, los errores y fallos habidos en los mecanismos judiciales utilizados hasta el momento y los atropellos y vejaciones (por no utilizar términos más duros) de las personas en las que estuvo encarnado el Poder Judicial durante la fase de instrucción.

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Las lágrimas de un fiscal (Tomás Herranz) pidiendo perdón a los acusados, en pleno juicio, en el momento solemne de sus conclusiones, tras retirar su acusación por falta de pruebas de cargo, al igual que la emoción indisimulada de la presidenta de la Sala juzgadora (Samantha Romero) al oír las «últimas palabras» en el juicio de algunos de los acusados inocentes relatando los daños y sufrimientos padecidos durante el montón de años que duró la perversa instrucción demuestran no sólo el correcto funcionamiento de la Administración de Justicia en su decisiva fase decisoria, sino además la ausencia de cualquier resquicio de corporativismo o de presunción de verdad perjudicial para los encausados contraria a los principios vigentes. Y, además –y vale la pena resaltarlo–, evidencian una honestidad, una probidad profesional y una sensibilidad personal de los funcionarios protagonistas intervinientes en el juicio dignas de mención y de elogio.

Ojalá cundiese el ejemplo en otros ámbitos de la Administración pública en general y aprendida la lección los responsables de errores, negligencias o fallos en la gestión de la res publica, supiesen enmendar lo hecho, por ellos o por sus subordinados, por duro que resultare, con las revocaciones correspondientes y con la petición de perdón a los administrados, aparte de las correspondientes indemnizaciones, si así procediere.