El módulo de talleres de la cárcel de Palma cuenta desde hace un año con una sala en la primera planta que parece un salón de Ikea. Hay dos butacas blancas sobre una alfombra, una pequeña mesa con tres cactus y pañuelos, una estantería metálica con algunos libros como El Principito y una gran fotografía de Nueva York. Es un lugar distinto dentro de la prisión. Un sitio para desconectar. Para olvidar que están recluidos.
«La idea es crear un espacio tranquilo, cómodo y privado donde la persona se sienta a gusto para lograr unas condiciones de terapia adecuadas», cuenta Gonzalo, psicólogo del centro y responsable, junto a la jurista Patricia, del curso El control de la agresión sexual: Programa de intervención en el medio penitenciario. «Nosotros hacemos una adaptación», dice el psicólogo, que hace diez años que lo realiza. «Me di cuenta de que es necesario trabajar a nivel individual antes de hacer una terapia grupal».
El curso, que tiene una duración aproximada de dos años, es voluntario. Los especialistas atienden a cerca de una decena de internos al año condenados por abusos o agresiones sexuales. «Nosotros hacemos una selección de los presos que lo solicitan», dice Patricia. «Al final, de lo que se trata es de que cuando salgan por esa puerta no vuelvan a hacer daño a nadie», coinciden ambos. «Lo que se pretende es lograr esa conciencia del daño y que asuman su culpa». Actualmente, hay siete reclusos de la prisión de Palma que asisten al programa.
La sala en la que desarrollan las sesiones con los internos del centro penitenciario de Palma.
No conocen a ningún preso que haya reincidido tras participar en el curso. «Se enfrentan a sí mismos. A su realidad. Una característica principal es que sus gafas de realidad están totalmente distorsionadas. El impulso sexual que tienen es muy poderoso y hace que se acople la realidad a ellos. A veces vienen con mucha vergüenza y otras se construyen un sistema de autojustificación para evadirse de la responsabilidad». Patricia añade que su trabajo es que vean «esa realidad» con otras gafas.
El perfil del delincuente sexual que acude a terapia es muy heterogéneo, pero siempre son hombres. Gonzalo y Patricia no han visto a ninguna mujer en el curso. «Nosotros confiamos en que estas personas se pueden reciclar», indican. Al principio, los presos los ven como autoridad y se sienten cohibidos, pero al final, Patricia y Gonzalo, se convierten en sus salvadores.
Carmen Potorro
Hace un año
El hecho de que las cárceles cada vez sean más confortables y sofisticadas, hace que los delincuentes pierdan el miedo a acabar ahí. Antes, las cárceles eran un castigo para escarmentar a los delincuentes. Eran algo terrible donde nadie deseaba acabar. Eso hacía que la gente se lo pensara bien antes de cometer un delito. Pero con el tiempo han ido transformándose tanto, que ya casi parecen hoteles o albergues. Tienen todas las comodidades, gimnasio, sala de TV, biblioteca, Wi-Fi, piscina (algunas), etc. Así, ¿quién teme acabar en la cárcel? Y claro, la delincuencia se ha disparado de una forma alarmante.