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Antonio Morro Bover murió el pasado 29 de agosto a las 12.52 horas. Vivía en el Molinar y pesaba 250 kilos.

Aquella mañana se levantó mal. Su hermano Bernardo llamó a emergencias. Tenía 39,5 de fiebre y la doctora avisó a una ambulancia ante una posible neumonía. Según explica su hermano, «como no podíamos con él para sacarlo de casa tuvieron que venir la policía y los bomberos». Llegar a la ambulancia fue una odisea de dos horas. Estaba aparcada a cincuenta metros de la casa y no tenía silla de ruedas. Además, el primer vehículo que llegó no estaba medicalizado y Antonio, con una mascarilla de oxígeno, tuvo que aguardar otros tres cuartos de hora.

Durante el trayecto al hospital, Antonio entró en coma y falleció. «Siempre nos quedaremos con la duda de que si no hubiéramos tenido que esperar tanto tiempo, mi hermano a lo mejor se hubiera salvado».

La familia optó por incinerarlo y ahí continuó la peripecia de Antonio Morro. Para quemar el cadáver, éste tiene que estar en un ataúd y no los había del tamaño del fallecido. De hecho tuvo que ser llevado al tanatorio en una furgoneta en la propia cama en la que estaba tendido. En San Valentín tampoco cabe en las cámaras frigoríficas durante la espera a que hicieran el ataúd. El cuerpo, muy hinchado, comenzó a descomponerse y, como solución de urgencia, terminó en un frigorífico de ultracongelados. Cuando ya hubo una caja, los familiares de Antonio se quejan de que no pudieron ni siquiera ver el cuerpo. Así, para cumplir la voluntad de difunto, le cubrieron con una bandera del Mallorca y finalmente, fue incinerado. Ahora estudian emprender acciones legales contra el 112 y la empresa funeraria.