Amaya Michelena
Amaya Michelena

Jefa de sección (Domingo)

Árboles

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Cualquiera que guste de coleccionar u observar postales antiguas sabe que las ciudades, hace cien años, se construían contando con anchas avenidas bordeadas de enormes árboles. Los coches apenas empezaban a circular y el tráfico de caballos y carros era infinitamente más pausado que el actual, menos ruidoso y contaminante. La suciedad y sus olores campaban a sus anchas, eso sí. Desde hace unas décadas esas mismas ciudades han sido horadadas para albergar en su subsuelo grandes aparcamientos subterráneos y esas obras han acabado con el arbolado. En su lugar, a veces, pequeños ejemplares esqueléticos intentan crecer rodeados de humos.

¿Consecuencia? El calor se dispara. No digo yo que eso del cambio climático sea un camelo, tampoco que sea una ciencia exacta o una maldición bíblica, lo que sí sabemos con certeza es que hace un calor del demonio, insoportable. La vida en la ciudad se limita a esconderse en el interior de un edificio que tenga aire acondicionado y esperar a que caiga la noche –como decía la canción, premonitoria, de Radio Futura– para salir a respirar al aire libre sin morir calcinado.

Me pregunto hasta qué punto en esta brutal subida de temperaturas tendrá algo que ver la locura automovilística en la que vivimos –un coche por habitante, casi medio millón solo en Palma– y la aberración de desterrar a los árboles de nuestro entorno. En la madrileña Puerta del Sol han colgado unos ridículos toldos para evitar que alguien muera carbonizado intentando atravesarla y dicen que es imposible plantar árboles porque no hay suelo: es una estación.

En realidad sabemos por qué se rechaza lo verde: está vivo, crece y precisa mantenimiento. Y eso es caro. El cemento es barato. Y letal.