Graduarse

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De un tiempo a esta parte, un gran cantidad de estudiantes que terminan el curso se gradúan. Es la graduación otra de esas idioteces estadounidenses que hemos ido heredando poco a poco. Llega a dar la impresión de que lo más importante de acabar una etapa es poderlo celebrar y que toda graduación lleva consigo una serie de protocolos inimaginables para alguien de alguna generación muy anterior. Como la mía, por ejemplo. En aquellos tiempos sosos y aburridos jamás se celebró ninguna graduación, ni siquiera una fiestecita. Como mucho, una cena de final de curso, si es que te apetecía ir.

Los países norteamericanizados se han acostumbrado con soltura al fenómeno de la graduación, que tiene lugar al terminar educación infantil y la primaria (los niños llegan a casa con un diplomita de colores). Ni que decir tiene que acabar la ESO también se merece una buena fiesta. Pero la graduación más importante –supongo– es la de final de Bachillerato, tarde en la que los festejados se visten como si tuvieran que asistir a una boda o a la ceremonia de los Óscar, con traje y corbata ellos y vestido largo de fiesta ellas.

Vivimos en un mundo de espectáculos en que todo se celebra, puesto que al acabar los estudios universitarios vuelve a ocurrir lo mismo, ahora con toga y birrete. Es decir, que cualquier estudiante se puede llegar a graduar cinco veces. A mí este fenómeno me mueve a risa –como casi todo lo solemne–, la verdad. Y me ocurre especialmente cuando veo que en la Selectividad se pueden quitar dos puntos (a 0,10 la falta) de la nota por faltas de ortografía. ¿Qué es un graduado con 20 faltas de ortografía? Pues se lo diré: una birria de graduado. En fin, que ni la ortografía es ya lo que era. Apaga y vámonos.