En tiempos donde el vértigo de la vida moderna nos arrebata hasta el aliento, hacer pan en casa es una forma silenciosa de resistencia, una ceremonia de amor, presencia y memoria. Amasar pan es un acto sagrado. Es espiritualidad en acción, en lo más cotidiano. «No tengo tiempo para hacer pan», dicen muchos. Pero, ¿qué significa no tener tiempo para alimentar con nuestras manos lo que da vida? Si no hay tiempo para hacer pan, no hay tiempo para vivir.
El pan de verdad ha sido siempre símbolo de hogar, de comunidad, de humanidad compartida. Jesús, en la Última Cena, no ofreció una idea: ofreció pan. «Este pan es mi cuerpo, yo soy el pan», dijo. El monje vietnamita Thich Nhat Hanh lo dijo con mucha ternura: «El pan que tienes en la mano es el cuerpo del cosmos». Al amasar, sentimos la textura de la tierra. Cuando esperas que el pan se hornee, el tiempo se vuelve silencio. Hacer el pan en casa es una actividad física y espiritual. Es recordar que el amor también se cuece. Una cosa es predicar y otra dar trigo, dice el refrán. La espiritualidad no se predica: se encarna. Por eso, el regreso al buen pan –hecho con manos humanas, sin químicos ni prisas– se vuelve urgente. En los pueblos, las panaderías artesanales renacen. Son focos de autenticidad frente a la marea uniforme del trigo transgénico y las multinacionales que han patentado hasta la semilla.
Alguna vez, entrar en una panadería era una experiencia estética y sensorial. La fragancia cálida, los panes dispuestos como obras de arte, la charla con el panadero, la comunidad reunida en torno al alimento esencial. Hoy, la panadería industrial ha convertido el pan en un producto estéril, que debe ser ‘nutrido’ artificialmente con vitaminas para parecer saludable. ¡Hasta le añaden color para simular lo tostado! Y, sin embargo, gracias a la maquinaria publicitaria, muchos lo aceptan como si fuera pan real.
Hacer nuestro pan o comprarlo localmente en hornos artesanos son actos revolucionarios. Recuperamos así el derecho básico al buen pan.
La diversidad del pan –sus formas, sabores, cereales– era espejo de la riqueza cultural. Hoy, esa diversidad ha sido erosionada por la lógica del mercado. Desde luego, las escuelas deberían enseñar a hacer pan. No se puede hablar de una buena educación si el pan es malo. Iniciar el día con pan digno es iniciar la vida con dignidad. Cocer pan no es una pérdida de tiempo, es fundar civilización.
Cuando cuidamos el pan, cuidamos también la tierra. Cuando prestamos atención al alimento, elevamos la calidad de vida. El pan nos recuerda que somos parte del ciclo sagrado de dar y recibir. Un pan bien hecho no es solo alimento: es una plegaria que se hornea.
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