La indignidad de Ayuso

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En un nuevo gesto de arrogancia institucional, la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, ha vuelto a cruzar los límites del respeto democrático al negarse públicamente a escuchar las lenguas cooficiales del Estado español —catalán, euskera y gallego— durante la última reunión de presidentes autonómicos celebrada en Barcelona. No solo ha despreciado a millones de ciudadanos que se expresan en esas lenguas, sino que ha demostrado una alarmante incapacidad para representar, ni siquiera simbólicamente, el espíritu plural de un Estado.

Ayuso ha llegado a calificar las lenguas cooficiales como «provincianas», ignorando, de manera ofensiva y deliberada, que están protegidas por el artículo 3 de la Constitución. Resulta paradójico que tache de «provinciano» a quienes usan lenguas milenarias que hoy son vehiculares en sistemas educativos, medios de comunicación, producción literaria y expresión artística de primer orden. La presidenta madrileña no hace más que revelar su propia estrechez de miras. Lo provinciano no es hablar gallego o catalán: lo provinciano es replegarse en un monolingüismo arrogante y negarse a escuchar.

Esta actitud no es anecdótica ni aislada: forma parte de una retórica política que busca polarizar, enfrentar territorios y construir una idea de esa España en la que lo diferente molesta y se invisibiliza. En lugar de celebrar la riqueza lingüística como un activo del país —como hacen democracias avanzadas con más de una lengua oficial, como Suiza o Canadá— Ayuso y otros dirigentes afines eligen el camino del desprecio y el ninguneo.

Esta falta de respeto no solo es política: es institucional. Cuando un representante público se niega a escuchar una lengua cooficial en una cámara democrática, no solo está despreciando una herramienta de comunicación, sino a las personas que la hablan. Es una forma simbólica de exclusión. Es decir: tú, que hablas esta lengua, no existes para mí. Lo tuyo no merece ser oído. No forma parte de este país.
Defender el derecho a expresarse en catalán, gallego o euskera no es una excentricidad ni una cesión caprichosa. Es cumplir con el deber de garantizar la igualdad real de todos los ciudadanos, independientemente de la lengua en que se expresen.