Amaya Michelena
Amaya Michelena

Jefa de sección (Domingo)

Cloacas

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La imagen estereotipada que la mayoría de nosotros tiene de un empresario es alguien que arriesga su capital –o bien cuenta con apoyo financiero de la banca o de otros socios– para invertir en un proyecto que calcula que algún día le generará beneficios. En su camino hacia el éxito invierte en maquinaria, empleados, formación… y acaba ofreciendo al mercado un producto o servicio con demanda. Quizá en estos tiempos de la realidad líquida, o gaseosa ya, nada de lo que creíamos tenga razón de ser porque llevamos demasiado tiempo viendo cómo a auténticos mangantes, «facilitadores», «conseguidores» o «comisionistas» se les coloca la etiqueta de «empresario» en los medios de comunicación. Ante el juez hemos visto ya a varios de estos especímenes relacionados con la compra de mascarillas durante la pandemia. Vestidos con elegancia, acompañados de un buen abogado, lucen como auténticos empresarios y lo único que son es sinvergüenzas. Hace unos días el tal Víctor de Aldama irrumpía como un torete bravo en la comparecencia frente a la prensa de Leire Díez –otro personaje más para olvidar–, con maneras de matón de bar, casi llegando a las manos con Javier Pérez Dolset, otro «empresario» pringado en asuntos turbios. Tanto en el PSOE como en el PP siempre han contado con esta clase de individuos sospechosos para, supuestamente, llevar a cabo las marranadas que van vinculadas a todo ejercicio del poder. Flaco favor le hacen al empresariado. No son empresarios, no fabrican nada, no invierten, no crean, no venden, solo mercadean con favores, corrupción y mangarrufas. Son, como dice Ione Belarra, gente «esperpéntica que apesta a cloaca». Lo triste es que proliferan, como todo lo que huele a dinero fácil.