AIsaiah Berlin, el pensador judío, ruso e inglés, le faltó bien poco para morir en el anonimato. Cuando se retiró prácticamente no había publicado ni un libro relevante, aunque había escrito incansablemente sobre casi todo. De hecho, para muchos era un fracasado porque no había llegado a destacar en nada, porque en todo parecía quedar siempre a mitad de camino. Sus críticos decían que aparte de buen conversador, tal vez incluso adulador, no era nada. El auténtico éxito de Berlin se debe a que, inesperadamente, Henry Hardy, uno de sus discípulos en la universidad de Oxford, dedicó muchos años de su vida a encontrar, ordenar y recopilar lo que Berlin había escrito –principalmente al dictado– y, también, a la brillante biografía que sobre su vida publicó Michael Ignatieff. Berlin detestaba tanto la fama y el protagonismo que a Ignatieff le puso como condición que su biografía sólo viera la luz tras su muerte, como efectivamente ocurrió.
Berlin únicamente tenía interés en hacer aquello que le gustaba por lo que la suya fue una aproximación muy desordenada al mundo del conocimiento, dado que no coincidía con las líneas de investigación ya establecidas en las humanidades y ciencias sociales. A Berlin le interesaba la coherencia de los planteamientos políticos, cómo es posible la creación de una sociedad libre, cómo hacer compatibles las verdades contradictorias, cómo construir la convivencia, asuntos que son imposibles de abarcar desde una única disciplina, como la filosofía, la sociología, el derecho o la economía.
De alguna manera, las preocupaciones de Berlin son consecuencia de su tiempo. En su infancia, sus padres tuvieron que huir de Letonia para refugiarse en San Petersburgo, donde vivió el terror de las hordas bolcheviques que aterrorizaban a todos para imponer el paraíso comunista. Después su familia escapó a Inglaterra, donde su padre abrió un negocio de maderas, mientras Isaiah estudiaba hasta convertirse en profesor de Oxford, trabajo que, con algunas interrupciones, le proporcionó ingresos hasta que se retiró.
A Berlin lo obsesionaban las verdades contradictorias, aquellas que siendo ciertas se oponen entre sí. Y en consecuencia, detestaba la imposición. Por ejemplo, la libertad es deseable pero incompatible con la igualdad, porque toda persona libre es diferente de los demás, desigual. Para él, evidentemente, no existía una sola respuesta verdadera para cada problema, por lo que, ante todo, defendía la libertad; que los seres humanos tienen capacidad de elección moral, por lo que era justo elogiarlos o culparlos por sus conductas, en radical oposición al determinismo. Añadía que el conocimiento histórico tenía que delimitar el espacio disponible para los actores y entender cómo utilizan su libertad de acuerdo a las alternativas a su alcance. Su argumentación implicaba que una sociedad con individuos e instituciones libres tenía que asumir su destino. De ahí surge su oposición radical al determinismo marxista, cuyo atractivo reside en que nos ofrece renunciar a nuestra responsabilidad como individuos y como sociedad, a cambio de soluciones estándar, prediseñadas.
Berlin es admirado porque exploró terrenos ignotos: dejó de lado las metanarrativas, las interpretaciones de los sistemas políticos y sociales y se adentró en el análisis cruzado, comparativo. Era un ferviente defensor del judaísmo, y tuvo relaciones estrechas incluso con Ben Gurion, pero tampoco nunca aceptó entregarse completamente a la causa, entre otras cosas porque paradójicamente era agnóstico. Un judío agnóstico que siempre celebraba los ritos en los que no creía.
En una época en la que todos pretenden imponer sin matices sus soluciones estándares, Berlin sostiene la necesidad de negociar, de transigir, de pactar, de defender la libertad del ser humano, de aceptar las diferencias. En un contexto donde todos saben qué es verdad, y frecuentemente quieren imponerla, Berlin defiende las vías intermedias que la polarización eclipsa, ahoga y hasta ridiculiza. Este es el gran llamamiento de Berlin: a la decisión personal, a la libertad, a la responsabilidad, a admitir la diferencia de ideas, de acciones, de costumbres o culturas.
Berlin es la antítesis de la radicalidad. Radicalmente moderado, en todo caso. Justamente aquello que no tiene cabida en nuestra política. Hoy sólo vende el que propone romper, acabar, destruir, construir desde cero. De alguna manera, un fenómeno ligado a la comunicación online, rápida, efímera, atomizada, muy polarizadora. Pero eso no obsta para que el bienestar, el progreso y la convivencia finalmente sólo puedan tener lugar desde la libertad y el diálogo.
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