Vivir a lo loco

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Un año más, la saturación turística está servida. Y en paralelo crece la turismofobia entre los residentes de los objetivos más machacados. Es el sino de cada nueva temporada: más visitantes, más gasto, más cruceros repletos de clientes y, como joya de la corona, aeropuertos saturados hasta la asfixia. La clase política aparenta disgusto, pero, un año más, permite la masificación mientras aguarda las cifras mágicas que engordan los datos macroeconómicos. Al final, como siempre, el dinero es el que manda. Tal situación y tales actitudes son comunes a todo el Estado. De Gata a Finisterre, de Bellver al Teide, se dan en la práctica enormes facilidades para fomentar el incremento de turistas, sea en establecimientos tradicionales, en las nuevas modalidades de alquiler turístico o como sea. Lo importante es que entran euros a chorros, que de una manera directa o indirecta acaban gestionados por la clase política, sean cargos autonómicos, centrales o locales, pertenecientes a diferentes partidos. El Gobierno Sánchez se vanagloria de que España ya ha superado los 21 millones y medio de empleos, todo un récord impensable hace pocos años. ¿Pero de dónde surge tal cantidad de fuerza de trabajo ocupada? Directamente del turismo, que luego esparce por otros sectores productivos. Vivimos al día, alquilando el país de cabo a rabo, cada gramo de arena, cada cama o cada pedazo de acera disponibles. Aunque la vida se encarezca exponencialmente, aunque ya no haya techo asequible para nuestros jóvenes, impedidos de formar una familia. Vivimos para el presente, sin planificar, si pensar en el mañana, sin idear el futuro de las próximas generaciones. Y la clase política consiente y tolera la adoración de este becerro de oro. Es una enajenación colectiva. Nuestros abuelos lo llamaban vivir a lo loco. Sólo los turismofóbicos resisten.