Debo de haber leído una docena de libros sobre la vida hoy en Corea del Norte. Empecé por uno que narraba la emocionante huida de un coreano que había nacido y vivido siempre en un campo de concentración, para alcanzar finalmente la libertad en Occidente. Pese a ello, las profundas heridas psicológicas que arrastraba le impidieron alcanzar jamás un mínimo equilibrio emocional.
La complejidad y sutileza de la opresión coreana me llevó a leer muchos más libros. Yo no siento especial interés por las dictaduras en sí mismas, pero sí por el ser humano, cuyos comportamientos cuando está sometido a situaciones extremas son reveladores. Tras el primer libro entendí que el régimen de Corea del Norte no puede ser comparado ni con la Cuba de los Castro ni con el Chile de Pinochet, siendo estas dictaduras horribles. Lo de Corea es otra cosa. En algunos aspectos mucho peor que la Rusia estalinista de 1937 o de la Alemania nazi, que ya es decir.
No todos los libros que leí estaban escritos por autores que entendieran en toda su dimensión aquella locura. Recuerdo uno de un empleado de una embajada extranjera que contaba cosas interesantísimas de la vida diaria del país pero que no entendía que lo que veía no era sino una escenografía, un teatro. La realidad es mucho más dura. Una corresponsal de Los Angeles Times, en cambio, sí profundizó en las vertientes más delicadas de aquella locura. Y una profesora de inglés que estuvo seis meses dando clases en un centro elitista de la capital supo ver la destrucción emocional en sus alumnos privilegiados. Lo peor es psicológico, interior; y se lleva en silencio, incluso a espaldas de la familia, so pena de arruinarse.
Corea del Norte es el peor régimen del que tenga noticia en cuanto a sometimiento del ser humano. Porque no se limita a lo físico sino que va a lo mental. Sobre todo a lo mental. Su destrucción es profunda y sistemática. No solo persigue los comportamientos sino los pensamientos y castiga no sólo a los individuos sino también a sus familias: los hijos pagan por lo que el régimen dice que han hecho o pensado los padres y los abuelos. El protagonista de la fuga del campo de concentración había nacido y vivido siempre preso porque su madre estaba presa. Y él contaba a los represores qué pensaba su madre. Hasta que la ejecutaron con él delante. Otro autor cuenta cómo una familia privilegiada acabó en un campo de concentración porque su bebé de meses se puso a llorar cuando pasaba el dictador a cierta distancia, lo que era una prueba letal de deslealtad.
Pensar no es una decisión voluntaria. Sentir adhesión o desprecio por una idea o una conducta no es una elección libre. En Corea este sentimiento es punible, con lo que los individuos hacen lo que pueden para no expresar sus pensamientos, intentando ver si de esa forma no piensan, no valoran, no juzgan. No pensar llega a ser un anhelo, un deseo. Se ambiciona parecer tonto, que uno no entienda nada. Todo es absolutamente aberrante, profundamente inhumano. Las historias de Corea del Norte nos enseñan cuán grande puede ser la nobleza humana sometida a dilemas extremos y al mismo tiempo lo contrario: a qué niveles de abyección se puede llegar en el ejercicio del poder y en la desesperada lucha por vivir, porque los Kim exigen la traición o la vida.
A través de tantos testimonios se comprueba la ilimitada crueldad del régimen, pero para mí es al menos igual de duro constatar el cinismo del resto del mundo, de los que se rasgan –nos rasgamos– las vestiduras con las injusticias: somos valientes y durísimos condenando hoy el régimen de Hitler, pero como ya no existe, eso no nos obliga a nada; en cambio, no vemos, porque no queremos, la terrible vida de esos veintiséis millones de personas. Nadie dice una palabra de algo que está ocurriendo ahora mismo y que se podría parar: China incluso los ampara; a Donald Trump le hizo ilusión encontrarse con esos criminales; a Europa le pilla lejos, y hasta a Corea del Sur le da un poco lo mismo. Todos estamos de perfil: no vemos, no oímos. Nos preocupan las atrocidades que tuvieron lugar hace cien, doscientos o mil años, pero no esta, al alcance de nuestra mano.
Yo no soy belicista, pero la tragedia descomunal de esos veintiséis millones de seres humanos, que morirán sin haber sabido qué es la libertad, sin haber podido hablar según sus sentimientos, que jamás han tenido derechos humanos, me parece que justificaría una intervención extranjera. No sólo deberíamos ser capaces de defender los derechos humanos en abstracto, también alguna vez podríamos ser coherentes con lo que decimos defender.
1 comentario
Para comentar es necesario estar registrado en Ultima Hora
Muy meritorio que el autor haya prestado bastante atención a un caso tan desgraciado de totalitarismo comunista extremo. Supongo que el desinterés hacia esa tragedia se fundamenta en ser un caso perdido. Acumula tanta desdicha que se convierte inmanejable. No se concibe siquiera poder hacer algo para neutralizar esa desgracia. Salvando las necesarias distancias, a efectos practicos vendría a ser algo parecido al rigorista régimen talibán. Por si fuera poco, viene a ser el patio trasero de la intocable China.