Malos tiempos

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En los llamados malos tiempos, de larga tradición histórica y literaria, además de multiplicarse las desdichas, la estupidez deja de ser un percance individual para abarcar amplios sectores sociales, élites intelectuales incluidas, el número de estúpidos aumenta masivamente, y los sabios, que jamás han sido capaces de entender la estupidez (la toman por un déficit y no como un principio activo), se rinden como Flaubert, que jamás pudo terminar su Bouvard et Pécochet, enciclopédico estudio de la imbecilidad humana, o se suicidan directamente como Stefan Zweig en 1942.

No entendía lo que estaba viendo, parecido al fin del mundo. Ese mismo año murió Robert Musil, otro sabio austriaco autor del audaz ensayo Sobre la estupidez. Malísimos tiempos aquellos, desde luego, con payasos sanguinarios al mando y estupidez multitudinaria, pero muy activa. Las tonterías eran tan profundas y vastas que para representarlas había que aplicar las reglas de la perspectiva. Carlo Cipolla, el gran teórico de la estupidez, historiador y economista, y más recientemente Piergiorgio Odifreddi, lógico y matemático autor de un Diccionario de la estupidez, no pueden evitar en sus obras consejos para defenderse de la estupidez, y ello tras haber dejado claro que tal cosa es imposible. No hay defensa, sobre todo si es masiva, y no de tal o cual majadero.

Ni siquiera sirve de nada satirizarla, porque ninguna sátira alcanzará el nivel de la propia realidad, como demuestra a diario del presidente de Estados Unidos. Sólo a él se le ocurrió disfrazarse de futuro Sumo Pontífice, sin que por cierto ningún juez español, a denuncia de Hazte oír, Abogados Cristianos o cualquier otro grupúsculo de ultraderecha, le haya procesado todavía por el delito (artículo 525 del Código Penal) de ofensa a los sentimientos religiosos. Hasta los sentimientos religiosos vacilan ante la estupidez multitudinaria.

¿Y entonces, si no sirve de nada, para qué les cuento todo esto? Bueno, porque en los malos tiempos es tradicional hablar de los malos tiempos. Cuando desgracias y matanzas aparte, la estupidez deja de ser un asunto individual y se convierte en fenómeno social. El que mejor caracteriza a los malos tiempos.