Hubo un instante –apenas perceptible– en que la España peninsular dejó de respirar. Una grieta en la luz, un susurro en la corriente, y entonces... silencio. Un apagón. Uno más, sí. Pero no uno cualquiera.
Porque esta vez, la oscuridad no sólo nos dejó sin neveras, sin semáforos, sin pantallas. Nos dejó, sobre todo, sin excusas. Frente al espejo apagado, descubrimos nuestra condición de criaturas frágiles, dependientes de la chispa eléctrica como náufragos del siglo XXI.
Nos creíamos invulnerables. Modernos. Soberanos. Pero basta una vibración errática en los cables para revelarnos la verdad: vivimos atrapados en un engranaje silencioso, diseñado por manos invisibles y gestionado por entidades cuyo rostro desconocemos. Transportadores, generadores, reguladores... nombres técnicos para una misma realidad: el poder sin rostro, el monopolio que se disfraza de infraestructura.
Y cuando cae la luz, florece la distorsión. En la oscuridad, los rumores encuentran fertilidad. Me lo contaron: en Andalucía, botellas de agua a siete euros. ¿La causa? Un vídeo en TikTok que pronosticaba el colapso hídrico por culpa del apagón. No fue la electricidad lo que colapsó: fue la confianza, el sentido común, el juicio colectivo.
Vivimos tiempos donde la información circula más rápido que la verdad. Y en ese vértigo de bits y emociones, Europa, nuestra vieja y compleja Europa, se tambalea. Esta semana celebramos su día. Pero, ¿celebramos una comunidad real o una ficción institucional? ¿Una unión viva o un recuerdo polvoriento de tratados y manifiestos?
Europa está sola. Más necesaria que nunca, pero más sola que nunca. Es una dama antigua en una fiesta donde ya nadie baila su música. Está en un cruce de caminos: cuestionada por dentro, amenazada por fuera, dividida entre el miedo y la memoria.
¿Dónde están nuestros grandes espíritus? Los Einstein, los Galileo, los Sócrates, los Goethe… Los que pensaban con el alma y discutían con elegancia. ¿Qué queda de Jean Monnet o de Altiero Spinelli? ¿Sigue resonando su eco entre los pasillos asépticos de Bruselas, o ha sido silenciado por el murmullo de intereses nacionales y excusas burocráticas?
Primero fue la covid. Nos encerró, nos desnudó, nos hizo mirar hacia adentro. Luego, la guerra en Ucrania. Europa volvió a escuchar, como un eco oscuro, los tambores que creía olvidados. Y ahora, el apagón. No son simples sucesos: son señales. Tres golpes secos sobre la puerta del presente. Tres advertencias para una Europa que se distrae, que se fragmenta, que olvida.
Y sin embargo, aún hay esperanza. Porque incluso en la noche más cerrada, alguien enciende una vela. Alguien la ofrece a su vecino. Y ese gesto –mínimo, concreto, humano– puede ser el inicio de algo más grande.
Robert Schuman, uno de los padres fundadores, lo supo antes que nadie: «Europa no se hará de una vez ni en una obra de conjunto: se hará gracias a realizaciones concretas, que creen en primer lugar una solidaridad de hecho».
El futuro no pertenece a los que se encierran con sus bulos, sus miedos, sus cables cortados. El futuro será de quienes compartan luz, aunque sea tenue. De quienes hablen, aunque duden. De quienes sigan creyendo –como Schuman, como Monnet, como Spinelli– que Europa no es una torre de cristal: es una hoguera común.
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