El Paseo Marítimo de Palma

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El llamado ‘Proyecto constructivo para la remodelación del Paseo Marítimo del puerto de Palma’, que Puertos del Estado está perpetrando en nuestra maltrecha ciudad, constituye la manifestación más clara del quiero y no puedo, o mejor dicho, del puedo, pero no me da la gana, con que el Gobierno central viene tratando a Balears en materia de infraestructuras. Con apenas 43 millones de presupuesto de ejecución, ridículos si atendemos a la extensión del proyecto y más ridículos aún con relación a los más de 105 millones de euros que la APB –comandada, cómo no, por un madrileño, José Javier Sanz Fernández– recauda anualmente, estamos asistiendo a lo que ni siquiera podemos calificar de ‘lavado de cara’, porque en nada mejora lo que ya existía, aunque ciertamente fuera ya deseable una reforma en profundidad para adaptarlo al siglo XXI.

Pero lo que se pretende vender pomposa y falsamente como ‘un nuevo concepto de Paseo Marítimo’ no es sino la enésima manifestación de una infraestructura del Estado concebida únicamente para turistas –náuticos y de los otros–, completamente de espaldas a las necesidades de los ciudadanos de Palma.
Los autores del proyecto, el catalán José A. Martínez Lapeña y el ibicenco Elías Torres, del que la Wikipedia nos recuerda que «su criticada remodelación de la Alameda de Hércules de Sevilla, en 2007, arrasó un espacio histórico, convirtiéndolo en un paseo gris, sin alma y sin vida» van camino de eliminar cualquier vestigio del viejo paseo del ingeniero mallorquín Gabriel Roca Garcías y de la multitud de elementos unidos a la memoria sentimental de los palmesanos, entre ellos, la pasarela y piscina del antiguo Hotel Mediterráneo, que probablemente no tuvieran ningún valor patrimonial, pero que, desde luego, formaban parte de la Palma que hemos vivido, algo que ha parecido no importarles lo más mínimo.

Con todo, lo peor no es que el proyecto consista fundamentalmente en una mera redistribución de la jardinería –arrasando la mayor parte de los pinos–, mejora del pavimento, traslado del carril bici y dificultar a los conductores la vista de rincones singulares del paseo –como el caso de Can Barbarà, que queda oculto tras unos espantosos parterres elevados de granito, material tan nuestro, por cierto–, sino que, oh qué cosas, se han eliminado también 1.100 plazas de parking, pensando, claro, que los mallorquines nos movemos en patinete, bicicleta o haciendo jogging y que los clientes de los locales de ocio y restauración llegan a los mismos en paracaídas. La mentalidad progre-woke aplicada al cutrerío urbanístico más atroz, que está jugando con el pan de muchas familias con negocios en la zona.

Lamentablemente, el peso del Ayuntamiento de Palma en la definición del proyecto ha sido cercano a cero, porque es el Estado el que, desde un despacho de Madrid, a trescientos kilómetros de cualquier mar, aún manda en estas cuestiones. Y el gobierno de Sánchez, y su virreina Armengol, no van a permitir que ninguna administración autonómica del PP les sugiera siquiera cómo hacer bien las cosas.
Al menos, debiera aprovecharse el caos de las obras para acometer de una vez y simultáneamente la rehabilitación integral del Jonquet y sus molinos, una vergüenza para nuestra ciudad que dura ya casi 80 años.