Javier Jiménez
Javier Jiménez

Subdirector de Ultima Hora

El Indianápolis

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En los últimos días de julio de 1945, al ‘USS Indianápolis’, un flamante crucero pesado de la Armada estadounidense, se le encomendó una misión clave en el devenir de la Segunda Guerra Mundial: entregar piezas de las bombas atómicas que iban a ser arrojadas sobre Japón. El encargo era ultrasecreto y casi nadie sabía de su existencia. Así que el buque de guerra, con 1.196 marinos a bordo, zarpó de la base de Guam con destino a las Islas Marianas. No llevaba escolta, para pasar desapercibido.

En la medianoche del 30 de julio, el capitán Charles McVay y su tripulación se las prometían muy felices: habían concluido la misión con éxito y regresaban a casa. De repente, los torpedos de un submarino nipón hicieron que la majestuosa nave se elevara unos metros. Estaba tocada de muerte y se hundía. Sobrevivieron 900 soldados, que acabaron en las cristalinas aguas del Golfo de Leyte, en el Pacífico. Era una noche estrellada, pero los marineros no estaban para muchas contemplaciones. Su misión era secreta, así que nadie sabía que estaban allí.

Y lo peor que había bajo sus pies no eran los submarinos, sino los tiburones que comenzaron a llegar en manadas, enloquecidos por la sangre. Durante cuatro eternos días, los marineros fueron devorados, uno a uno, mientras se agrupaban como podían y pataleaban, los que aún tenían fuerzas. Sin agua ni comida. Y rodeados de aletas. Cuando por fin llegaron los equipos de rescate, sólo encontraron a 317 supervivientes. Conociendo la crueldad y el cinismo de los oficiales japoneses, no descartamos que condecoraran al submarino «por convertir al enemigo en sushi».