Nada de promesas

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El noble arte de cumplir las promesas, da igual de qué índole sean, se está quedando en nada y ya carece de todo valor. Teniendo en cuenta la cantidad de cosas que se nos prometen –cada vez más– que después se desvanecen como la luz del atardecer, ya no se puede confiar en nadie. Porque las promesas nos llegan como torpedos, a cualquier hora, y desde diferentes frentes.

El ejemplo más fácil de poner es el de los políticos, porque tiene como un recochineo añadido. La gente los vota y ellos se relamen, seguros de que si no lo hacen bien, no les pasará nada. Se trata, pues, de un ejemplo tan manido como repulsivo. No se puede confiar en nadie. Imagínate cómo se va a poder confiar en las promesas. De risa. Las promesas de amor eterno intercambiadas entre la brisa primaveral o bajo un paraguas compartido, siempre en la intimidad, tampoco son creíbles. ¿Quién se acuerda de aquel beso que nos hizo querer estar toda la vida con el besado (o la besada)?

Esto demuestra que las promesas incumplidas pueden venir tanto de extraños como de nuestros seres queridos. Que un político mienta sirve para entablar conversaciones en un café, en el colmado o incluso en el ascensor (una vez agotada la meteorología). Pero que nos mienta alguien a quien considerábamos imprescindible en nuestra vida nos sienta fatal. Aunque me parece que las promesas de amor ya carecen de predicamento.

Y para qué hablar de este tema si yo misma nunca he cumplido mis propias promesas. Sobre todo las que me he hecho a mí misma. No soy nada de fiar, lo siento. Puede parecer que sí, pero qué va. Nada de lo que me propuse hacer cuando era joven –lo prometo, lo prometo, insistía yo– se ha cumplido en la vida real. Y, la verdad, ahora ya estoy muy mayor para cambiar.