Olor a fritanga

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La Taberna Garibaldi ha recibido una sanción ejemplar para que deje de tocar las narices. El Ayuntamiento de Madrid, siempre atento a las amenazas del sistema, el vermú, las croquetas o el crowdfunding, ha decidido que lo importante no son los desahucios, ni la especulación, ni los barrios convertidos en solares turísticos. Lo verdaderamente importante es una taberna. Que un alcalde, con cara de lo que no digo, con toda su parafernalia institucional y un despliegue de poder que roza lo absurdo, pierda tiempo en fiscalizar el crowdfunding de un bar roza el esperpento. Ese esperpento que engloba su figura. Quince segundos de gloria mal contados a costa del esfuerzo ajeno, apenas suficientes para retratar la mediocridad absoluta. No se castiga una irregularidad, se castiga una postura. Se sanciona una voz incómoda. Se juzga la solidaridad ciudadana. Un negocio que, en esencia, busca sobrevivir a través del apoyo popular, se convierte en blanco de una cruzada personal. Si el dueño no fuera Pablo Iglesias, probablemente la recaudación por las redes sociales sería celebrada como una heroica historia de emprendimiento local, con premio de la cámara de comercio y foto con sonrisa de dientes. Pero como no es el caso toca la caza del hereje, del rojo, a golpe de expediente con su consecuente multa. Esta taberna molesta porque recuerda que la política no cabe toda en un despacho. Molesta porque no se arruga. Molesta porque, entre cerveza, música y debate, devuelve un poco de sentido a una ciudad que prefiere mil terrazas anodinas a un solo local con alma. Cuando una franquicia de hamburguesas invade tres calles con olor a fritanga y cocacola de barril, se habla de dinamización económica. Cuando un bar de barrio solicita ayuda popular se habla de irregularidades. Muy edificante. La sanción es una medalla. La taberna sobrevive no por la tolerancia del poder sino a pesar de ella.