Electroesclavos

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Y de pronto un apagón histórico devolvió la Península a la Edad de Piedra, sin luz ni energía, como en los tiempos de Viriato. Y Balears, gracias a su autonomía eléctrica, fue independiente durante unas horas, mientras desde la Meseta nos llegaban los tambores del caos. Era el mundo al revés. Las colonias resistiendo, mientras la orgullosa y altanera metrópoli se tragaba la agria hiel del colapso.
Pero no nos engañemos. Las Islas no están a salvo. Es más, cuando el día menos pensado la desgracia del apagón alcance al Archipiélago, contentémonos si desde el centro mesetario se comportan con celeridad para sacarnos del atasco y del desastre. Con eso ya podríamos darnos por satisfechos.

Porque lo esencial es que a menudo que avanza este incierto siglo XXI somos cada vez más esclavos de la electricidad. Prácticamente toda nuestra realidad de espejismos e ilusiones vanas depende de los enchufes y los cargadores, desde móviles a ordenadores pasando por cada vez más coches y hasta llegar a la práctica totalidad de las infraestructuras, desde el transporte a la industria, desde la alimentación a la salud.

El frágil hilo de la luz determina nuestras vidas como jamás había acontecido en dimensiones tan descomunales. Existimos sobre un castillo de naipes energético manejado por inteligencia artificial. Por eso, al poder le produce tanto pánico la posibilidad de una cadena de errores (o de ataques) que pueden sumergir a una sociedad en la histeria y la impotencia. En cinco segundos, una caída generalizada del suministro eléctrico nos puede retrotraer, básicamente, a los tiempos de los talayots: a oscuras, presos del miedo y sin protección.

Somos electroesclavos del siglo XXI. Nuestra existencia depende de la red y sus enchufes, una estructura bestial que en un instante puede transformarse en la nada más absoluta y que nos empuja a convertirnos en el lado oscuro de la Luna.