Cada vez que una persona entra al consultorio médico, hay una alta probabilidad de que salga con una receta en la mano. No importa si el diagnóstico es claro, si el malestar es emocional o si, en realidad, no hay enfermedad. El medicamento, en nuestra cultura, se ha convertido en símbolo de atención, en un rito que sustituye el diálogo, la escucha, la mirada humana.
El profesor Joan Ramon Laporte, una de las voces más lúcidas en farmacología, lanza, en su libro Crónica de una sociedad intoxicada, una advertencia urgente: estamos viviendo una epidemia de medicalización. En España, tres de cada diez personas consumen ansiolíticos o antidepresivos; otros tantos toman omeprazol o estatinas. En 2022 se expidieron más de mil millones de recetas. Los fármacos se han convertido en una de las principales causas de muerte, enfermedad y discapacidad en el mundo. ¿Estamos tan enfermos o atrapados en un sistema que transforma el malestar en patología y la prevención en negocio?
Laporte no niega los avances médicos –la insulina, los anestésicos, los tratamientos oncológicos–, pero alerta sobre el uso innecesario, prolongado o excesivo de fármacos que, lejos de sanar, generan nuevos problemas: efectos adversos, dependencia, deterioro cognitivo. La polimedicación es hoy norma, no excepción. Y muchas combinaciones no están suficientemente estudiadas: más allá de dos fármacos, la ciencia se queda sin respuestas.
El problema no es solo técnico. Es, en el fondo, cultural. La medicina moderna se ha vuelto una respuesta tecnologizada al miedo ancestral a la muerte. Queremos evitar la decadencia, postergar el fin, eliminar el dolor. Pero lo hacemos a costa de reducir al ser humano a cifras, diagnósticos y moléculas. De cada dos mayores de 70 años, uno toma cinco medicamentos o más. No porque todos sean necesarios, sino porque se ha perdido la prudencia, el juicio clínico, el sentido común.
Los médicos también están atrapados. Formados con materiales financiados por la industria, obligados a seguir protocolos estandarizados, cada vez más alejados del paciente y más cerca de la burocracia. Como denuncia Laporte, el sistema ha dejado de ver personas para ver etiquetas. Se prescribe por rutina, no para sanar.
Y sin embargo, el acto médico debería ser, antes que nada, humano. Las preguntas más importantes no requieren tecnología: ¿Cuál es el objetivo del tratamiento? ¿Es esta la dosis adecuada? ¿Qué efectos podría tener? ¿Cuándo lo reevaluamos? Lo que las personas buscan, por encima de todo, no es una pastilla, sino una respuesta, una mirada, un acompañamiento.
La medicina debe volver a sus raíces éticas. Del primum non nocere, al primum lucrari ha habido una deriva peligrosa. Sanar no puede ser un modelo de negocio. Es hora de recuperar la dignidad del cuidado, de repensar la relación médico-paciente, de exigir formación independiente y políticas sanitarias al servicio de la salud, no del mercado.
Porque, como concluye Laporte, la medicina no debe vencer a la muerte, sino aliviar el sufrimiento y acompañar con honestidad el viaje humano.
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