Cada Primero de Mayo se celebra, en casi todo el mundo, el Día del Trabajador. En España, como en otros países, la fecha está marcada por manifestaciones, discursos sindicales y proclamas políticas. Pero más allá del ritual, conviene detenerse a pensar qué es exactamente lo que se conmemora y, sobre todo, cómo se han alcanzado los derechos laborales que hoy se dan por sentados. Lejos de lo que repite el relato ideológico dominante, lo cierto es que muchos de estos avances no fueron el resultado exclusivo de la presión obrera, sino de un proceso histórico más complejo, en el que intervinieron reformas institucionales, crecimiento económico y decisiones políticas nacidas, muchas veces, del seno mismo de las sociedades burguesas.
El origen inmediato de la fecha está en Chicago, en 1886, donde miles de trabajadores se movilizaron para exigir la jornada de ocho horas. La huelga terminó con violencia, pero marcó un precedente. Sin embargo, la generalización de esa jornada no se impuso por la fuerza de las barricadas, sino por la adaptación progresiva de los sistemas productivos y jurídicos a nuevas realidades. En países como el Reino Unido, las Factory Acts del siglo XIX mejoraron las condiciones laborales desde el Parlamento, gracias a una clase política que, sin renunciar al orden liberal, supo ver la necesidad de cambio. En Alemania, Otto von Bismarck introdujo los seguros sociales a finales del siglo XIX no por simpatía con el socialismo, sino como mecanismo de cohesión nacional.
En España, Antonio Maura encarna esa misma vía reformista. En 1903 creó el Instituto de Reformas Sociales, impulsando un marco de estudio y legislación para mejorar las condiciones laborales. La Ley de Accidentes de Trabajo de 1908 fue una de las primeras en reconocer la responsabilidad empresarial, abriendo el camino a un modelo legal moderno, alejado tanto del clientelismo como de la agitación radical.
Nada de esto niega la importancia de las movilizaciones, ni el papel de los trabajadores organizados en la historia. Pero tampoco puede ignorarse que los avances sociales han sido posibles gracias al diálogo, la estabilidad y el desarrollo económico. La clase media, nacida al calor del crecimiento industrial, ha sido tan decisiva para la mejora de las condiciones de vida como las huelgas o las negociaciones colectivas. Presentar la historia del trabajo como una eterna lucha entre opresores y oprimidos es simplificarla en exceso.
Hoy, cuando los desafíos del empleo ya no son los del siglo XIX, convendría recuperar esa mirada equilibrada. La protección del trabajador no debe basarse en la subvención eterna ni en el enfrentamiento con el empresario, sino en un marco legal justo, una economía dinámica y un Estado que facilite en lugar de obstaculizar. Muchos jóvenes quieren trabajar, emprender o crecer profesionalmente, pero se ven frenados por una maraña fiscal y burocrática que no distingue entre quien explota y quien simplemente lucha por salir adelante.
El 1 de Mayo no debe ser patrimonio exclusivo de una ideología. Es un día para reconocer el valor del trabajo en todas sus formas: del obrero, sí, pero también del autónomo, del agricultor, del comerciante y del empresario que arriesga. Todos forman parte de una misma sociedad que, si avanza, lo hace unida, no enfrentada.
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