Sóller: el asalto al último paraíso

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Cada mañana, Sóller amanece más lejos de sí mismo. Desde hace años, el pueblo que fue orgullo de la Tramuntana resiste –o más bien, sobrevive– a una invasión diaria que no conoce descanso. El turismo, esa marea que todo lo devora, ha convertido sus calles en un escaparate y sus gentes en figurantes de un decorado ajeno.

Encontrar aparcamiento es un acto de fe. Los sollerics, hijos y nietos de quienes sembraron estos bancales y levantaron estas casas de piedra, se ven obligados a pelear por un hueco en su propio pueblo. Espacios públicos ocupados, tarifas abusivas, señales que invitan a los visitantes a quedarse mientras los locales dan vueltas y vueltas, como fantasmas en busca de un lugar que ya no les pertenece.

Pero si la batalla del coche es feroz, la del transporte público es sencillamente indecente. El autobús del TIB, en teoría un servicio esencial para los residentes, se ha convertido en un safari de turistas. Desde primera hora, mochilas gigantes, zapatillas de marca y móviles ansiosos colonizan cada rincón. Los sollerics, esos mismos que madrugan para trabajar en hospitales, tiendas y escuelas, ven pasar los autobuses llenos sin poder subir. Se quedan en tierra, día tras día, como si su necesidad de ganarse la vida fuera menos importante que la excursión de unos cuantos.

Y luego está el desprecio sutil, el que hiere más que un empujón. Ancianos de mirada tranquila y piernas cansadas suben a los autobuses abarrotados, esperando –todavía– que alguien ceda su asiento. Pero los extranjeros, sumidos en sus mapas y sus selfies, ni se inmutan. Para ellos, los sollerics no son más que parte del paisaje, como los olivos retorcidos o las buganvillas en flor.

¿Qué queda de Sóller? Un decorado bonito para Instagram, un mercado lleno de pancartas en inglés, un tren que ya no transporta a sus gentes, sino a la nostalgia. Mientras tanto, los habitantes de toda la vida se esconden, resisten, o simplemente se rinden y se marchan.

Sóller no necesitaba ser salvado. Necesitaba ser respetado. Pero en esta guerra silenciosa contra el turismo desbocado, la batalla parece perdida. Y duele. Duele como duele ver morir un hogar en silencio, a la sombra de una postal.