El papa Francisco no ha sido un pontífice al uso, desde el primer momento de su pontificado dejó claro que llegaba dispuesto a abrir –al menos a intentarlo– los ventanales de la Iglesia católica. Pronto se vio que no se trataba de una mera operación estética, de humildad impostada, como cuando renunció a anecdóticos privilegios; el suyo fue un papado sin precedentes que pone al conjunto de la Iglesia católica en un auténtico dilema: continuidad o regreso al pasado.
Francisco estaba en las antípodas de su predecesor, el papa Benedicto XVI. Este jesuita curtido en las calles de Buenos Aires no era un intelectual, al contrario, él siempre tuvo a gala estar cerca de sus fieles, en especial de los más desfavorecidos. Desde el balcón de la plaza de San Pedro ha condenado con dureza la guerra de Ucrania o los ataques asesinos de Israel sobre la franja de Gaza, también denunció hasta la saciedad el drama de la inmigración cuando miles de personas morían –y mueren– en el Mediterráneo para alcanzar las costas europeas.
Durante los doce años en los que Francisco ha estado al frente de la Iglesia católica se ha tratado de poner fin al escándalo de miles de menores agredidos sexualmente por sacerdotes y religiosos, acabar con la incompatibilidad de la homosexualidad y la fe, dar más protagonismo a la mujer e, incluso, admitir la posibilidad de un debate sobre el celibato. Son sólo el apunte de algunos de los gestos y tareas inconclusas que deja Francisco y sobre las que, en función de quién resulte elegido como su sucesor, tendrá que pronunciarse la Iglesia católica. La elección del próximo cónclave será determinante sobre la nueva orientación de la jerarquía católica, con influencia en millones de creyentes en todo el mundo.
Suprimir el aroma a naftalina que todavía desprenden muchos dogmas católicos es imprescindible para frenar el declive de la Iglesia ante los retos del mundo actual. La falta de vocaciones sacerdotales y la pérdida de fieles en los templos son los síntomas más evidentes de una desconexión con la sociedad occidental que el papa Francisco trataba, con serias dificultades internas, resolver. No hay dudas de que la Iglesia católica que deja Francisco no es la misma que recibió, la gran incógnita es qué camino tomará a partir de ahora la jerarquía encargada de dictar la ortodoxia para un enorme ejército de seguidores. La respuesta la tiene el Espíritu Santo, y las entrañas del Vaticano.
1 comentario
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La Iglesia se deshace presa del lastre de estructuras difíciles de cambiar. Tengo mis dudas de que las tendencias del fallecido papa hayan mejorado la participación de los fieles. Pienso que un nuevo papa tiene la oportunidad de dar un rumbo de timón y aprovechar una tendencia creciente: el cristianismo como fenómeno identitario. Más allá de los contenidos, de si tal o cual cosa es pecado (al final la gente va a hacer lo que les da la gana), la idea es la defensa del cristianismo como fondo de la cultura europea. Ahí tienen una oportunidad, si saben jugar sus cartas. Tengo mis dudas de que funcione. Según San Malaquías, este era el último papa.