La grandeza del teatro

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Hay pocas sensaciones tan intensas como la de subirse a un escenario frente a ese público al que, aunque no lo puedes ver, oyes y sientes que está ahí, habiendo aceptado el compromiso de querer jugar contigo esa tarde. Tú te has comprometido a mentir de ‘verdad’, y él a creerse de verdad tu mentira. Esa es la grandeza del teatro, su magia, el viaje al que nos comprometemos todos, quienes mentimos desde el escenario y quienes creen nuestras mentiras desde la platea. Todos somos conscientes de que no hay dos funciones iguales y de que en cualquier momento puede ocurrir lo más sublime o la catástrofe más esplendorosa, porque el teatro es algo intensa, deliciosa y maravillosamente vivo.

Pero el teatro no pasa en el escenario, sino en la cabeza de cada espectador, porque cada persona presente en la sala percibirá esto o aquello de manera diferente. Y los actores tampoco suben al escenario que ven los espectadores, se quedan en los camerinos, los únicos que pueden, y deben, subir al escenario son los personajes, esos seres que nacen y mueren cada tarde. Los actores dan vida a sus personajes y los personajes enseñan a los actores a mirar la vida.

Desde fuera se admira la capacidad de los actores para memorizar textos o de ser capaces de llorar cuando se lo proponen cuando, en realidad, el trabajo del actor es muchísimo más complejo que eso. Su papel no es mostrar cómo es su personaje, sino ayudar con sus acciones a que se muestren los demás personajes y para ello debe dejarse habitar por completo por su personaje, conocerle a fondo, saber cómo piensa, cómo siente, cómo ama, cómo odia… y todo eso debe sacarlo de la escucha activa de los demás actores, de lo que le están diciendo con su comunicación no verbal, de la forma en que dicen las cosas y, sobre todo debe sacarlo del texto, de cómo su personaje dice las cosas, de cómo o por qué las calla, de a quién se las dice y cómo se las dice, de lo que los demás dicen o callan de él… y debe saber siempre cuáles son los objetivos que tiene su personaje.

Pacino comenta en una entrevista que en una representación de una obra de Shakespeare había una escena que se le atragantaba porque no sabía cuál era el objetivo de su personaje en ella hasta que, en la función 85 lo entendió. El entrevistador le preguntó si eso le ocurrió de repente o ya lo intuía en la 84. «De repente, en la 84 no tenía ni idea» respondió. Eso demuestra que los actores más grandes son capaces de encontrar la creatividad no sólo en los ensayos, sino hasta en la repetición.