Javier Mato
Javier Mato

Periodista

Infranqueable

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Durante todo el periodo navideño y hasta hace unos días, he tenido que pasar a diario, incluyendo los fines de semana, por la Estación Intermodal de Palma para viajar en un autobús que me llevara y trajera de la Part Forana. Ha sido el descubrimiento de un mundo al que no estaba habituado. Sí conocía lo que es bajar de los pueblos de la Serra a primera hora de la mañana: los viajeros son estudiantes, mayores y algún despistado que tiene el coche en el taller; en cambio, haciendo los viajes en sentido contrario, los autobuses van prácticamente llenos con personas que evidentemente van a pasar el día trabajando, sea de jardineros, de vigilantes jurados, de agricultores, en la construcción o limpiando casas, haciendo camas, cuidando mayores o sirviendo en un bar. Con frecuencia también se ve gente con pesadas maletas que parecen haber llegado a la Isla hace unos minutos. Creo que el tipo de viajeros para la bahía de Alcúdia o para el Llevant también es más de trabajadores que de residentes, pero esas rutas no las frecuento.

Aventuraría que entre estos pasajeros que saturan los autobuses más madrugadores no hay muchos que ganen más del salario mínimo; incluso tengo dudas de que la mayoría trabaje en blanco. A veces, al pasar, veo alguno de estos trabajadores en la puerta de una finca rural haciendo tiempo porque probablemente no le aceptan que entre con retraso y el bus llega mucho antes de lo necesario. No irán a comer un menú a un bar sino que se llevan su tuper en la mochila. No me equivoco en imaginar que sus alojamientos no serán precisamente de lo mejor, porque todos sabemos los precios estratosféricos que tiene un apartamento en Palma. Incluso uno indecente. Su mundo más bien es el del piso compartido.

La principal preocupación de estos mallorquines es su situación legal, por supuesto, porque con papeles al menos acceden al salario mínimo y a la sanidad pública. Se trata de una preocupación transitoria, porque todos sabemos que esto siempre termina por solucionarse, más pronto o más tarde. En cambio, la segunda preocupación, la de la vivienda, la tendrán tal vez para siempre. No veo posibilidades de que quien tiene que pagar hoy un alquiler y vive de un salario bajo pueda llegar a ahorrar para comprar una vivienda en algún momento del futuro. No hay forma de pensar en una hipoteca o de disponer de una entrada. Es una meta simplemente inalcanzable.

En este sentido, hay un abismo entre ellos y nosotros, entre los recién llegados y los que estábamos y teníamos vivienda: los unos tenemos donde dormir y por lo tanto vemos los salarios con otros ojos, porque al fin y al cabo nuestro punto de partida es diferente. Nos separa la vivienda, una barrera que, desgraciadamente, es infranqueable. Este mundo que veo diariamente aquí me recuerda a la Sudamérica más siniestra, especialmente a países como Brasil, Venezuela, Bolivia o Perú. Conocí Caracas en un momento de máximo esplendor de Venezuela y también había dos mundos: el de los que tenían estudios y el de los otros. Lo peor no era la división en sí, sino que la brecha entre ambos era infranqueable. Simplemente resultaba imposible que un pobre de aquella Sudamérica pudiera estudiar en donde era necesario, con lo que no podía soñar en acceder a un salario digno, con lo que jamás tendría una vivienda aceptable. Para ellos eran los ranchos y la miseria. Un abismo separaba los dos mundos, con la consiguiente distancia cultural. Incluso tampoco los del lado bueno, aunque fueran unos golfos perdidos, cruzaban la barrera hacia la miseria porque entre los suyos siempre alguien lo podía salvar del hundimiento. Hoy, tres o cuatro décadas después, Maduro sólo ha conseguido que los ricos también sean pobres.

¿Qué diferencias hay entre aquella vergüenza de las calles venezolanas y lo que tenemos en Mallorca? Pocas. Los mercados de Petare o Catia eran lo que es hoy la Intermodal: la contracara de los venezolanos que se paseaban por Miami Beach, mundos que en la isla además se identifican perfectamente por el idioma que emplean. Baste ver cualquier círculo de poder y no aparece nadie de ese entorno. ¡Imagínese hablarle a esta gente de nuestras cuitas nacionalistas! Todos los partidos se mueren por ser integradores, pero no vayamos tan lejos como para que nos reemplacen: todo para ellos pero sin ellos. El Parlament no habla de ellos porque están lejos, del otro lado de la brecha.

No obstante, hay matices importantes: en la isla nadie ha buscado esta división sino que más bien parece que es el resultado de nuestra indolencia mientras que en Sudamérica era claro que el bienestar de unos descansaba en la miseria de los otros. Aquello era un régimen de explotación. Todo bastante obsceno, por lo que aquello no podía durar y no duró: aquellos ignorantes literalmente tomaron el poder y así va hoy Venezuela o Bolivia.

Esta Mallorca está bajo la alfombra. Sólo la vemos cuando viene a casa un fontanero, en las colas del médico de la Seguridad Social, en las oficinas de empadronamiento, en algunos barrios de Palma o si algún profesor de la pública nos dice cuántas nacionalidades hay en su aula. Pero por lo demás hacemos la vida de siempre, indiferentes, porque nosotros sí tenemos casa. Y nuestros hijos, de alguna manera, terminarán por salir adelante.

Pero ellos no. La brecha que nos separa es infranqueable. Porque hoy, el acceso a la vivienda es imposible para un trabajador. ¿Es peor la realidad de estos dos mundos o nuestro silencio? Nos encanta horrorizarnos con la miseria de otros países pero no nos gusta mirar lo que tenemos en casa. Porque es en casa, ¿no?.