Hassiba Boulmerka

Suyo fue uno de los grandes momentos de Barcelona 92. En aquellos Juegos, sobre el tartán del estadio de Montjuic, Hassiba Boulmerka provocó un terremoto para el fundamentalismo, que criticaba que corriera y entrenara en pantalón corto y se negara a usar el velo en actos públicos. Tuvo que irse de su país, acudir escoltada a sus entrenamientos y a las competiciones. En aquellos Juegos, incluso, sus guardianes iban camuflados como voluntarios. Toda precaución era poca. En la final de los 1.500 metros, la misma en la que Fermín Cacho logró lo inimaginable, Boulmerka se colgó el oro. Su llamativa y eufórica celebración ante millones de telespectadores de los cinco continentes era toda una reivindicación ante la persecución que soportó durante años. Su ejemplo le llevó a ganar el Príncipe de Asturias de los Deportes, siguiendo los pasos de la marroquí Nawal El Moutawakel, primera mujer de un país islámico en ganar un metal olímpico. Sus ejemplos chocan con ese sportswashing tan manido que abanderan Arabia Saudí, Catar, Emiratos Árabes o Baréin y buena parte de esos países que se disfrazan de nuevos mecenas del deporte a costa de un fondo en el que la mujer (y muchas personas silenciadas) sigue peleando por defender sus derechos. Han organizado todos los Mundiales posibles y tendrán Juegos Olímpicos. A costa de esconder tras una gruesa capa de billetes sus miserias y una cruda realidad.