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La ley de memoria histórica, como todas las leyes, impone sus mandatos, y por lo visto este año en que se cumplen los cincuenta de la muerte de Francisco Franco, hay que recordarle. Otro personaje cuya muerte también será digna de tener en cuenta, por cumplirse su centenario, Antonio Maura, de momento no parece haber movido los ánimos. El primero aún es rentable políticamente, y el segundo no. Maura llenó medio siglo de la vida española, pero poco importa.

A mí nadie me ha llamado para recordar a Franco. Solo he sido requerido para honrar a Maura, algo que haré con sumo gusto este próximo febrero, mientras que de Franco, motu propio, lo hago a estas horas, teniendo a Palma, mi ciudad, como telón de fondo, y mi memoria y sentimientos como mandato. De niño, tendría diez años, lo contemplé, a pie, por la calle Palau Reial, dirigiéndose en comitiva hacia la Catedral. Mi padre exclamó desde el balcón de casa: pisa firme y sin miedo. Poco hablaba de él. La multitud le observaba silenciosa. Era un desfile fúnebre: El traslado de los restos de Jaume III a la Catedral, procedentes de Valencia, donde había sido enterrado quinientos años antes, para escapar de la veneración de los mallorquines.

Franco conocía el camino. No haría más de veinte años lo habría recorrido a menudo como capitán general de las Islas. También sabía de los mallorquines y nuestra idiosincrasia. De ahí que Miquel Forteza, a través del obispo José Miralles, acudiese en su ayuda, al enterarse, en plena guerra mundial, de que el cónsul alemán preparaba listas de mallorquines descendientes de judíos. A Franco no le faltó ni un minuto para exigir su inmediato relevo.

El afecto del dictador hacia Mallorca también lo recordaría Máximo Alomar, alcalde de Palma. Una mañana en que nos encontramos los dos en los jardines de s’Hort del Rei, hacia los años noventa, quiso confesarme que cuando estaba proyectándolos, lleno de confusión porque recibía ataques de diversos sectores de la Ciudad, fue a presentarle a Franco su renuncia a la alcaldía. Este no solo se lo prohibió, sino que incluso le recordó que había hecho un proyecto de jardines siendo capitán general. Le indicó donde estaba archivado -memoria no le faltaba- y miren por dónde hoy tales jardines obedecen en buena medida a su gusto.

Mi hijo Román, en su novela El general y la musa nos ha dejado, más que un recuerdo, una fabulación sobre Franco. Acudió a su vida erótica para retratárnoslo en correría por la isla tras una hermosa bailarina. Luis María Ansón, habiendo leído el libro, reconocería el mérito del novelista: «Ha hecho divertido al hombre más aburrido de España». Bueno, que Franco fuese aburrido no me sorprende. Tenía que ser cauto y poco hablador. Prefería escuchar. Me lo reconoció uno de sus exministros, al que tuve el gusto de conocer, como también pude constatar su reciedumbre, de alguien que estuvo cerca de él, durante la Guerra Civil. Se trata de Juan Arnaldo, coronel de Intendencia, personaje entrañable que, estando cerca del general en plena Batalla del Ebro, mientras compartían un café, fue testigo de cómo una bala perdida atravesaba la taza que tenía en su mano el dictador. Todos echaron a correr, menos él. La muerte no le resultaba extraño fenómeno.