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Creo haber descubierto la razón del extraño comportamiento de algunas personas. Me refiero tanto a amigos o conocidos como a ciertos articulistas y comentaristas de la cosa pública que, privada o públicamente, adoptan posiciones ambiguas, ni fu ni fa, sí pero no, ante lo que está pasando, ya sea en nuestras propias narices, en el reino de España e incluso –atención– en el ámbito internacional. Me tenía muy intrigado que asuntos que nos atañen muy de cerca –por ejemplo, el escándalo de la subida de la cesta de la compra o la progresiva transformación del socialismo obrero y español de toda la vida en una estructura vertical, autoritaria– sean tratados con un cuidado y delicadeza propios de quien maneja tarros de nitroglicerina. He llegado a pensar que estábamos ante una actitud muy generalizada que podría definirse como «ambigüedad maligna» por no referirme a una hipocresía de naturaleza jesuítica.

Hay ejemplos: pocos se atreven a decir –aunque lo saben– que tras los exaltados que salen a la calle clamando aquello de «menos turismo, más vida» no se oculta una sincera preocupación por el impacto que la actividad terciaria tiene sobre el Medio Ambiente, la movilidad o el grave problema de la vivienda, sino la rancia actitud comunistoide y barrio bajera de quienes siempre han estado en contra de que corra el dinero y que este sea para quien más se esfuerce. Lo mismo podría decirse respecto a la deriva de Sánchez, cuyo perfil se asemeja cada día más al de los gobernantes autoritarios de Centro y Sudamérica, la figura aquella del «puto amo» que se salta a la torera las instituciones democráticas para acaparar un poder personal que exige fidelidad perruna a sus subordinados: el partido como irradiador de prebendas, ejecutor de venganzas y «gobernador» del país.

Los bien pensantes siempre encontrarán razones para justificar estas actitudes. Sus reproches, de existir, estarán adornados por orlas de comprensión y buenismo. «Es otra época, el tema necesita de reflexiones más profundas en foros adecuados», y esas cosas.

¿Saben qué pasa? Pues que esas personas temen que si expresan lo que sienten, el Gran Hermano de la corrección política pensará que no son de izquierdas o, como poco, que no lo parecen. Esa es la angustia que les corroe. Por eso callan o, en el mejor de los casos, colocan paños calientes sobre el cáncer que nos corroe. El mito de la superioridad moral de la ribera siniestra del Pecos.