Aunque la Nochevieja nunca me gustó, tengo que reconocer que un poco sí que la he celebrado cada año. Nada, unas uvas –a poder ser sin pepitas ni piel– y unos sorbos de champán. No sabría decir si se trata más de una tradición o de una superstición, toda vez que sin este ritual que acabo de mencionar me adentraría en el año nuevo con cierto temor. Siempre tengo la sensación de estar al borde de un precipicio o de un acantilado, pongamos de Irlanda, al que me voy a ver abocada sin remedio. Esto es debido a que si el 31 de diciembre supiéramos lo que nos iba a pasar durante el año siguiente, tal vez preferiríamos saltar y despedirnos de todo. Pero, en fin, tampoco hay que ser tan fatalistas, porque igualmente cabe la posibilidad de que el año sea incluso benévolo con una y nos abra una ventana a la esperanza. En fin. Que la Nochevieja no me gusta, para qué voy a disimular. Y mucho menos ahora que ya me falta tanta gente. A causa de ello, estos últimos años la celebración ha sido todavía más ridícula (pongamos que también he pasado del champán y que me he llegado a comprar unas asquerosas uvas de lata). La cuestión es que pase pronto, lo más deprisa posible, casi como si se tratara de un simulacro. Un mal trago. Y ¡hala, a dormir! (no sea cosa que me caiga por el acantilado inmediatamente).
Nochevieja
01/01/25 4:00
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