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Si es verdad eso de Chesterton tantas veces repetido, incluso por mí mismo, que el periodismo consiste esencialmente en contarle que lord Jones ha muerto a gente que no tenía ni idea de que lord Jones estaba vivo, no lo es menos que el periodismo deportivo consiste hoy más que nunca en contarle que Mbappé ha fallado dos penaltis a alguien que no quiere volver a oír que Mbappé ha fallado dos penaltis. Ya decía Joseph Antoine Bell, aquel portero, eterno suplente de Tommy N’Kono, que a punto de cumplir los 40 llevó a la selección de Camerún a los cuartos de final del Mundial de 1994, que las retransmisiones televisivas de los partidos no eran otra cosa que ejercicios de delación en tiempo real. A ver si no, se preguntaba él, cómo había que llamar a ese empeño de los comentaristas en contar las veces que un jugador tocaba la pelota y las que, de estas, la acababa perdiendo lastimosamente. O disparando al muñeco, añado yo, que sigo pensando en Mbappé.

Gérard Depardieu, que defendió también la portería del equipo de su pueblo cuando era juvenil y se supone que alguno debió de parar, se ponía también en el papel del delantero cuando explicaba, víctima de la deformación profesional, que «un penalti fallado es como un tropiezo en el teatro la noche de la presentación». Se habla mucho del miedo del portero al penalti por una novela que ni siquiera va de fútbol, pero ya nos gustaría a cualquiera de nosotros enfrentarnos a la fatalidad con la serenidad con la que se sitúa bajo los palos el portero que sabe que en el momento decisivo nadie espera nada de él.