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Hace tiempo que la ciencia ha avalado que ningún consumo de alcohol es beneficioso para el organismo humano. Igual que ocurre con el tabaco y cualquier otra droga, los daños arrancan desde la primera dosis y se subliman con el consumo habitual. En el fondo lo sabemos todos, pero claro, a la mayoría de la población le encanta el bebercio y pocos conciben la idea de disfrutar de una buena comida sin que vaya acompañada de vino y muchos detestan renunciar después al chupito, la copita o el copón. España es un país de bares. Incluso hay canciones y publicidad que ensalza las bondades de esos antros donde, en el fondo, lo único que se promueve es el alcoholismo y la ludopatía, además de las relaciones sociales entre vecinos que aman ambas cosas. En fin, que ahora el Ministerio de Sanidad parece que quiere ponerse serio con esto de combatir la pasión de nuestra juventud por alcoholizarse –suerte con eso, parece que lo llevamos grabado a fuego en los genes– y algunos representantes de la industria han salido al paso diciendo que hay que limitar la ingesta en los menores de edad, pero que, bueno, los adultos hagan lo que quieran. Perfecto, legalicemos todas las drogas y dejemos que todo aquel que lo desee se meta veneno en las venas, destruya su cuerpo y su mente y después acuda a pedir auxilio a las oenegés que se dedican a la desintoxicación –ellos conocen bien los efectos del vicio– y a los hospitales para que intenten revertir los daños de décadas de envenenamiento. La solución no es fácil, pero podrían empezar por prohibir nuevas licencias para bares. Que se jubilen los que existen y vayan desapareciendo del paisaje urbano. Quizá así las próximas generaciones no normalizarán el andar borracho.