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Todavía creo en el verano, aunque siempre pertenezca a los años de juventud o de infancia. Somos los lugares que buscamos, a pesar de que durante estos meses sea más complicado o complejo encontrar la paz y el sosiego. Nos conviene entender la vorágine que suponen estos dos meses de verano; la tranquilidad, como siempre, volverá con aquel temido día en el que volvíamos a la escuela, colegio o instituto. A mediados de septiembre disminuirá, otra vez, lo que convierte a los veranos presentes en un motivo de desasosiego, preocupación y enfado. Por ello es conveniente, al menos durante este mes de agosto, ser capaces de olvidar las redes sociales y reducir el impacto de las noticias y la actualidad en nuestro formateo mental diario. Es absolutamente necesario si queremos sentir lo que fueron las vacaciones y aprovechar estas semanas para poder recargar energías y ánimos. Estar en un estado de permanente vigilancia es insano y, además, poco satisfactorio. En aquellos veranos la misión era no hacer nada y, por descontado, compartirlo con aquellos amigos que el tiempo ha ido diluyendo o distanciando (tiempo que tanto por su paso como por su carencia impiden cultivar la amistad). Aunque ha sido mucho más letal en el proceso de pérdida de calidad vital la intensidad de las redes sociales en nuestra existencia y que nos ha apartado de la vida real. Antes no se discutía ni criticaba tanto porque la proximidad implicaba dar la cara; ahora la impunidad y la distancia nos han convertido en seres irracionales y agresivos. El verano podría cumplir la función de calmarlo todo, como antaño; el verano era goce, ilusiones, esperanza. En aquellos veranos confluían amigos, familiares, amores, viajes y nadie se quejaba como comprobamos y ocurre cada día. El verano ha perdido toda su libertad y la alegría que destilaban las fiestas patronales se ha desvanecido al convertirse en trampolines para la colocación de actos y amigos que son más afines a la causa que al interés de la mayoría. Con independencia de todo lo que nos envuelve permanece inmutable y permanente la opción de escapar de la canícula a través de aquellos libros que tenemos pendientes, que nos legaron, que han escrito amigos. Así me llegan unas ideas expuestas por el erudito Guillem Muntaner en L' hora del gran discerniment (2014) donde el autor entre sus plenamente vigentes reflexiones recoge el saber de otros que afirman que el siglo XXI será místico o no será o, también, la paradoja (tan viva) del cambio de preguntas cuando esta sociedad pensaba tener y saber todas las respuestas. Nada como esa lectura interactiva donde el citado autor me dice, ante mi desánimo, que es pronto para pronunciarse sobre este incomprensible siglo XXI. Si este presente nos exige ser tan críticos, redentores y conocedores de la verdad no nos bastarán todos los veranos para entregarnos a aquello que nos hará más libres y comprensibles. Y, entre libro y libro, deseemos que el mar nos reciba y sane.