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Se llamaba Walter Hunt y, aunque murió incluso antes de que se celebrara la primera Olimpiada y tampoco se tiene noticia de que en su vida corriera un solo metro, su nombre merece formar parte de la historia del olimpismo solo medio peldaño por debajo de los de Usain Bolt, Carl Lewis, Bob Beamon, Abebe Bikila, Jesse Owens o Paavo Nurmi. Walter Hunt era inventor y en eso, como todos los citados en lo suyo, fue todo un campeón. No solo inventó la máquina de coser. Él fue quien inventó los imperdibles.

Un dispositivo que mide los saltos de longitud utilizando rayos láser. Un sensor de presión para detectar si alguno de los atletas se ha adelantado al disparo del juez de salida. Un sistema de cronometraje que incorpora cámaras de video que es capaz de tomar los tiempos de los corredores de cien metros a la milésima de segundo. Zapatillas con placas de carbono incorporadas en las suelas para los corredores de maratón. Pértigas confeccionadas con fibra de vidrio. Pistas de cuatrocientos metros y ocho calles de material poroso fabricadas con tartán y poliuretano. Con la ciencia puesta al servicio del deporte, el reloj, la cinta métrica y el caucho han terminado siendo una reminiscencia del pasado como en su día lo fueron también la ceniza, el serrín y el bambú. Y sin embargo, hoy como ayer, como hace cien años, antes de saltar a la pista los atletas olímpicos siguen pasándose unos a otros los imperdibles con los que fijarse el dorsal con su número a la camiseta. Porque casi dos siglos después de que Walter Hunt lo hiciera, todavía nadie ha sido capaz de inventar algo mejor.