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Acaba de ocurrir en la vecina Ibiza un hecho traumático que deja vislumbrar en cierta medida de qué está hecho nuestro sector turístico. Y nuestras Islas. Un señor que posee un terreno de 17.000 metros cuadrados alquila pequeñas parcelas –un centenar– a trabajadores, la mayoría indocumentados, que sirven al sector durante la temporada alta y que, con sus salarios y falta de papeles, no pueden acceder a nada mejor. Allí se levanta un auténtico campamento de chabolistas, caravanistas y acampados que llega a albergar a medio millar de personas. El tipejo se embolsa en negro cuarenta mil euros mensuales. A los currantes les hace un favor, la verdad. Y no digamos a los prebostes del turismo ibicenco, renombrado en todo el planeta.

Ibiza es para la mayoría sinónimo de lujo, fiestas, escándalo y libertades. Aquí el dinero corre como una catarata sin fin durante los meses veraniegos. Ropa de marca, joyas, celebridades de todos los ámbitos, ríos de champagne, restaurantes de lujo, yates impresionantes… todo el que quiere pintarla se pasa unos días por Ibiza para no perder pie. Pero esos hotelazos, discotecas y restaurantes de ensueño se sirven de un ejército de trabajadores que hacen que la maquinaria siga girando. Muchos son ilegales, casi todos extranjeros, y la mayoría están hartos de malvivir en el verano para poder sobrevivir al invierno. Esta semana, Can Rova, la finca de los curritos, ha sido desalojada por la policía. De malas maneras, por cierto. Los hermanos del señor lo habían denunciado. Ahora hay quinientas personas, con sus niños, sus pocos enseres y su desesperación a cuestas, en la calle. Ojalá se marcharan de inmediato y dejaran la industria turística paralizada. Sería una justicia poética.