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En estos alocados tiempos que nos ha tocado vivir donde la fealdad, la estulticia y la inmediatez parecen ser los valores dominantes, conviene reivindicar la belleza. Es un acto de resistencia, un necesario grito de rebeldía. No la belleza que obedece a esos cánones que nos imponen desde televisiones o marquesinas que nos inundan con falsas promesas de idílicos paraísos si compramos esto o aquello, o éxitos extraordinarios si usamos tal o cual crema que rejuvenecerá nuestra piel, que nunca nuestro espíritu, al módico precio de unos cientos de euros. Hay que deconstruirse, aprender a ver la belleza donde siempre ha estado aunque, a fuerza de inmediateces, cegueras y prisas, hayamos dejado de verla hace ya tanto tiempo que la hemos olvidado.

La belleza está en la calma, en ese paseo sosegado de total vagabundaje que nos permite contemplarla y disfrutarla, en el silencio, desconocido por muchos y temido por más, en la poesía, la palabra, el abrazo o la caricia, en esa puesta de sol que ignoramos porque creemos que otras muchas vendrán. Paseando por la feria del libro de Madrid he tenido la fortuna de encontrar un verdadero tesoro: La poesía de los árboles. Es una antología de poemas que poetas de todo el mundo dedicaron a los árboles a los que acompañan unas ilustraciones de Leticia Ruifernández capaces de hacernos soñar y remover aquella parte que duerme en lo más hondo de nosotros, esa donde, desde siempre, ha habitado la belleza. Imposible no recordar, al tenerlo entre las manos, uno de los libros más bellos y necesarios que se han escrito jamás, Canciones de los árboles, de s’Arxiduc que primorosamente editó hace unos años Olañeta.

Adentrarnos en esos mundos, dejarnos habitar por ellos, acariciar sus páginas, olerlos, nos hace recuperar la esperanza de que no todo está perdido en este mundo de locos que ya no saben ver la belleza. Inmersos en la idiocia y amenazados de extinción por ese monstruo que asoma de la inteligencia artificial, hemos perdido la capacidad de ver, de sentir, de saborear la belleza. Solo ella es capaz de hacernos sentir ese hormigueo en el pecho que nos recuerda que estamos vivos, que seguimos estando vivos pese a todo y a todos, y que seguimos amando, a pesar de nosotros mismos. ¿Hace cuánto que no lees un poema, que no abrazas un árbol, que no detienes el tiempo frente a un cuadro, que no lo dejas todo para ver una puesta de sol o dejar navegar tus sueños frente al mar, para encontrarte en la profundidad de unos ojos? ¿Hace cuánto?