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Que España es un país de catetos lo sabemos todo. Lo acabamos de comprobar tras una campaña electoral demencial y unos resultados en las urnas que, como mínimo, dan miedo. Igual que en Italia, se envalentona la extrema derecha. Allí lo hacen bajo el rechazo a la inmigración. Aquí es todavía más lamentable: agitan el pánico a ETA, una organización terrorista inexistente, y el desprecio al ‘sanchismo’, un término inventado carente de contenido. Con estas premisas –sin olvidar el arma arrojadiza del ‘solo sí es sí’–, la derecha se ha impuesto frente a la fórmula ya contrastada de intentar dignificar la vida de los españoles. A ver, ni Sánchez ni Podemos ni ninguna de sus variantes es la panacea. Eso también lo sabemos todos. Pero tras el paso de este equipo por La Moncloa los ciudadanos de a pie hemos visto alguna tímida mejoría en nuestra penosa perspectiva vital.

El salario mínimo ha pasado de 735 euros a 1.080. Conozco a trabajadores pobres que cobran eso y han votado a Vox, que desearía que ni siquiera exista un salario mínimo. No consigo entenderlo. La pensiones también han subido. Los parados de larga duración cobran ahora una prestación a los 52 años en vez de tener que esperar a los 55. Seguramente habrá miles, o millones, de ciudadanos de clase media alta que voten a la derecha. Lo comprendo perfectamente. El que tiene algo desea conservarlo y preferirá que no lo frían a impuestos. Es natural. Lo asombroso es que miles de desarrapados elijan ese mismo voto. Por odio, por mezquindad, por prejuicios que se arraigan en eslóganes y majaderías sin ningún sustento real. El desprecio al rojo, al melenas, al hippy, al perroflauta. Idioteces de ese tipo son las que inclinan el voto en España. Se nos está quedando un país perfecto para emigrar.