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La reflexión de la jornada de reflexión es que para qué puñetas sirve. Se intuye lo que se pretendía cuando a alguien se le ocurrió dejar un día libre de campaña juntos la víspera de las elecciones. Una tregua para sosegar los ánimos. No fuera que con la falta de práctica electoral el personal se soliviantara a pie de urna. Hablamos de 1977, que no había costumbre de votar. 44 años después es una especie de tradición sin un propósito concreto. Como comer doce uvas para saludar el año nuevo. Una parte del ritual. No tiene mucho sentido que el día antes de la cita electoral no se pueda reclamar ni solicitar el voto. Pasa lo mismo la jornada electoral. Resulta un tanto forzada la imagen de los candidatos al salir del colegio donde han votado con una apelación hueca a la participación y a que todo transcurra por los cauces previstos. Como si fuera algo extraordinario. Sería mucho más normal que pudieran explayarse: «Me acabo de votar porque soy el mejor e invito a los demás a que lo hagan», o una fórmula menos sincera pero de las más habituales. Lo del silencio electoral mientras cada ciudadano es bombardeado en redes sociales de todo tipo se ha convertido en un fósil. Hay una serie de normas que encorsetan aún más el debate. Como «jornada de reflexión» es un tipismo del sistema electoral español. En algunos sitios existe un periodo similar, tampoco en muchos. En las democracias más antiguas parecería extraño una limitación así a la libertad de expresión precisamente en medio de un proceso electoral. Dudo que se corrija, lo mismo que el absurdo reparto por tiempos de los espacios en los medios públicos o la financiación de la propaganda electoral que llega al buzón de cada uno y, en la mayoría de casos, se va al contenedor de reciclaje sin uso alguno. El único cambio en 40 años ha sido la desaparición de los carteles de las fachadas y eso sí daba ambiente.