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Es verdad que las elecciones de mañana tienen muchas restricciones democráticamente muy cuestionables.

Si lo pensamos bien, únicamente podemos realmente escoger entre Prohens y Armengol, porque los otros candidatos vienen a ser accesorios, interesados en apenas unas pocas cosas, que no van a decidir nada. Escoger entre dos no es exactamente lo que llamaríamos una democracia plena, ejemplar. En los regímenes dictatoriales también permiten votar, aunque sea sólo a un único candidato. Que te permitan votar a dos, escogidos por las maquinarias de los partidos, es un avance, pero no exactamente la perfección democrática.

Tampoco hemos podido saber con precisión qué van a hacer los elegidos una vez lleguen al poder. Las propuestas electorales, cuando son discernibles, son muy genéricas, de manera que durante el mandato los gobiernos van a poder hacer lo que les parezca, sin mucha consulta. Los compromisos claros son pocos y siempre quedan condicionados a su futura oportunidad. Sobra mirar atrás para ver cuántas veces nos han prometido lo que jamás han hecho. Y no sólo me refiero a los tranvías que a día de hoy deberían haber llegado al portal de cada mallorquín.

No hemos podido entender muy bien qué ofrece cada candidato porque todos han desplegado sus armas mediáticas para persuadirnos de que son los mejores, muchas veces empañando la imagen de los rivales. Han hecho lo que han podido para manejar los medios de comunicación, muy especialmente los públicos, a lo que se suma la terrible confusión que generan en las redes sociales, en las que es prácticamente imposible discernir qué es verdad y qué es mentira. Los debates se basan en elementos superficiales como la gracia, la simpatía, el encanto, la capacidad de persuasión, pero pocas veces en la descripción rigurosa de la realidad y de sus proyectos.

Han comprado muchos votos, incluso pagando con dinero físico. Eso es, en definitiva, lo que significa regalarnos dinero para la cultura, para la vivienda, para el transporte, para comprar lo que queramos en los comercios, para viajar. Muchas personas sienten la obligación de gratificar esos regalos con su voto, lo que manipula aún más el resultado de las elecciones.

Como ejemplo, una vecina me contaba que su ayuntamiento la había invitado a ir a comer a un restaurante, junto con cientos de vecinos de su barrio, donde estaba el responsable municipal, y había recibido allí varios regalitos, sin la menor mención a pedir el voto, pero generando un clima de amable confianza que la vecina creía que justificaba su lealtad electoral. Y, por ósmosis, el voto autonómico.
Y, después, una vez lleguen al cargo, veremos toda clase de actos de prestidigitación y malabarismo para hacernos creer lo contrario de lo que vemos. No todos llegan a ser artistas de la talla universal de Sánchez, pero todos hacen lo que pueden, desnaturalizando los compromisos hasta donde son capaces.

O sea que mañana vamos a ir a un simulacro democrático, a algo que se asemeja a un ejercicio ejemplar, que lo recuerda vagamente.

Pero nadie, absolutamente nadie, es capaz de ofrecernos algo mejor que esto. Yo puedo criticarlo todo, pero no tengo reemplazo mejor. Sólo nos faltaba defender algo que ni siquiera nos diera esa minúscula ventana democrática a través de la cual, entre tanta manipulación, podemos ver el sentimiento del votante, podemos entrever el enfado o la complacencia del ciudadano. Incluso del no votante: quien no vaya mañana a las urnas, está ejerciendo un derecho democrático a manifestar su incomodidad con todo lo que se ve, con lo que le ofrecen. Quien no va a votar está mostrando su rechazo a cómo van las cosas. Esa es una virtud de la mini-democracia de la que disfrutamos.

Mañana por la noche cambia todo: empieza el tiempo de manipular la lectura del voto. Lo verán por ejemplo en que no habrá perdedores. Hasta Patricia Guasp mañana nos dirá que ha ganado, lo cual va a provocarnos una carcajada. Todos, absolutamente todos, proclamarán su triunfo aunque todos también sabremos quién ha ganado y quien se ha estrellado. Lo notaremos en el lenguaje corporal, en el tono de voz, en la intensidad de los aplausos.

Lo de mañana, efectivamente, será un simulacro de democracia, pero es lo mejor a lo que podemos aspirar; es insuficiente y habría que mejorarlo ya, pero todas las alternativas que he visto y que conocemos son peores. Casi diría que sólo se me ocurre algo comparable: el sorteo. Que gobernase el que salga de un bombo de la Lotería no sería democrático pero tendría la virtud de permitir el cambio pacífico, que es lo más importante que haremos mañana.