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Siempre me han gustado las distopías, esos retratos tenebrosos del futuro que el ser humano se dará a sí mismo por codicia y poca inteligencia. Durante los últimos años los avances tecnológicos son vertiginosos y eso provoca que se nos creen nuevas necesidades artificiales a las que todos queremos rendirnos. Los de mi quinta hemos vivido tranquilamente comunicándonos con el resto del mundo a través de un teléfono atado a un cable, mediante dos únicos canales de televisión que solamente emitían unas horas al día y por la prensa tradicional, a la que dedicabas horas de tu tiempo con tal de estar bien informado. Hoy todo va deprisa, apenas prestamos atención un minuto a cada cosa y se multiplican las fuentes de entretenimiento, trabajo, información, ocio.

Todo digital, electrónico. Pero eso tiene un precio que apenas vemos. Y que no queremos ver: los servidores. Sistemas gigantescos que almacenan millones de datos por segundo y que garantizan que todo funcione. No solo el ocio o lo supérfluo, también las máquinas que nos permiten volar, conducir, estudiar, trabajar, ser atendidos en un hospital. Todo. Pues resulta que esos servidores monstruosos, aparte de su consumo energético conllevan unas necesidades de refrigeración bestiales y solo se consiguen usando cantidades ingentes de agua. Tanta en un solo día como la que gasto yo en un año. Nos acecha la sequía, seguramente irá a peor debido al cambio climático, pero exigimos estar conectados a internet permanentemente. El streaming y la inteligencia artificial son aún más devoradoras de electricidad y agua que todo lo que hemos usado hasta ahora. Nos generan necesidades nuevas, pero no prevén cómo van a solventar su mantenimiento.