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Parte del juego de ser inteligente consiste en argumentar con razonamientos lógicos tus posiciones y creencias. Los cortos de mente prefieren recurrir al insulto –lo estamos viendo, por desgracia, todos los días en la campaña electoral–, al exabrupto, al porque yo lo valgo o a las clásicas entelequias tan sobadas que ya huelen mal: la patria, la bandera, incluso la raza. Por eso tiendo a pensar que algo de vergonzoso debe de tener ser de derechas y no querer reconocerlo abiertamente. Ser conservador –en lo social, en lo económico, incluso en lo religioso y político– no tiene nada de malo. Es una opción como otra cualquiera. El ciudadano conservador suele tener miedo a los cambios, una buena posición socio-económica y la creencia de que las cosas que siempre se han hecho de la misma manera están bien hechas. Nada que objetar. A un individuo así, que sea inteligente, no debe darle ningún apuro decir que es de derechas y que cree, por encima de todo, en el orden establecido. Sin embargo, a los derechistas de este país la palabra les escarrufa. Y, como sinónimo soft, más aceptable socialmente, sin púas, utilizan el centro, incluso el centro-derecha. Entre los votantes y políticos de izquierda ocurre todo lo contrario: se sienten orgullosos, porque en su imaginario creen estar cambiando el mundo para mejor, porque su objetivo es la igualdad, el progreso, la defensa del medio ambiente y de la cultura. Con estos mimbres tan atractivos, no es raro que defiendan ante cualquier interlocutor que son de izquierdas, incluso de extrema izquierda, porque eso significa sublimar esos valores magníficos hasta el extremo. Ahí tienen un problema los conservadores, que no se atreven, porque no sienten pasión por lo que defienden.