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Creo que todos estamos de acuerdo en que los que se drogan, en realidad, lo que quieren es escapar de un entorno que les resulta hostil, doloroso o insípido. Igual que los que se suicidan. Al fin, drogarse es un poco matarse también. Por eso me resultan demoledoras las cifras que manejan en Estados Unidos sobre sus drogatas. Doscientos mueren al día por sobredosis de fentanilo, un veneno cincuenta veces más potente que la heroína. No sé cómo será el viaje lisérgico de esta mierda, debe ser apabullante, porque millones de personas están enganchadas a él hasta el punto de dar su vida.

Incluso la Casa Blanca ha tenido que meter mano al asunto para tratar de contener la sangría humana: setenta mil muertos al año. Sin embargo, yo me pregunto qué sentido tiene salvar esas vidas. No porque merezcan morir ni nada de eso, sino porque caer en las drogas no es fortuito, sino deliberado. Como decía antes, es la puerta trasera de nuestra existencia. Avanzamos hacia ella solo si deseamos hacerlo. Nadie nos pondrá jamás una pistola en la sien para que nos droguemos. Tampoco para que nos suicidemos.

Lo hacemos para huir, para escapar de un infierno. Y ninguna campaña institucional logrará revertir esas terroríficas cifras si no cambia esa realidad infernal. Mientras la vida sea un durísimo sacrificio y millones de personas no le encuentren sentido ni interés habrá quien decida abrir esa puerta maldita. No sé cómo es la sociedad estadounidense actual, pero sí sé que a muchos les desquicia. Más de doscientos tiroteos de masas en lo que llevamos de año es otro síntoma de que algo va mal, rematadamente mal, en un país que por su potencial podría ser el paraíso en la Tierra.