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El 21 de marzo a las 9.03 de la mañana, en una llamada telefónica a un número de Madrid de una compañía de seguros que duró exactamente 3 minutos y 46 segundos, procedí a dar de baja mi seguro de hogar con treinta y siete días de antelación al vencimiento de la póliza. Con que no debería tener ningún problema y teóricamente no lo tuve. La chica de la compañía que me atendió verificó mis datos personales, me preguntó por mis motivos de anular la póliza y contesté con un enigmático «cuestiones personales» que realmente se traduce en un «porque me da la gana». Le pregunté si ya estaba todo, a lo que la susodicha me contestó que sí, que el día 28 de abril sería el último día de la póliza. Volví a insistir, por si las moscas hubiera algún pequeño fleco que subsanar, y me repitió un poco impaciente que ya estaba todo listo. Tras colgar el teléfono (por qué seguimos diciendo colgar si realmente es apretar la tecla roja) presentí que el tema no quedaría así. Con las compañías de seguros nunca está todo completamente subsanado. Un mes y una semana después, el 29 de abril, el banco me cargó un recibo por la cuota anual de la póliza de este seguro que teóricamente ya estaba anulado. Sin más dilación procedí a devolver el recibo y santas pascuas. El 4 de mayo recibí un telefonazo del departamento de cobros de la compañía que no me sorprendió. Tras avisarme de que la llamada iba a ser grabada la voz me comunicó artificiosamente extrañada lo del recibo devuelto. Le expliqué sucintamente todo lo anterior, desde la duración de mi llamada, hasta el minuto y hora exactos en qué se efectuó. Me dijo que carecía de esa información y que volviera a telefonear para que se confirmara la baja. Me desentendí de la conversación, pensando únicamente que ese mismo día había recibido una notificación para una mesa electoral, y comprendiendo que iba a seguir devolviendo recibos y recibos porque lo de los seguros está cantado.